Laicos contra ultras
La creciente comunidad judía ultraortodoxa de Jerusalén empieza a imponer sus reglas en los barrios que domina, a veces violentamente, pero se topa con la oposición de una plataforma laica que intenta hacerles frente.
Amalia y Néstor forman una de esas parejas multiétnicas que enlaza en masa el estado de Israel. Yemení ella, delgada y elástica, vehemencia incontenible en su piel de cobre, cabello ondulado y negrísimo, como los ojos, y enorme sonrisa, a ratos infantil, a ratos cargada de divertida ironía.
Argentino él, con tipo de lo que es, un jugador de baloncesto retirado (y fiel seguidor siempre del Gimnasia y Esgrima de La Plata), calvo, fino bigote, manos inquietas, la vida en cada frase que sale de su boca. Profesora ella, vendedor en una tienda de fotografía él. Tienen dos hijas adolescentes y viven en Jerusalén. Hasta ahí, la suya sería la historia de una familia común, con su mezcla de culturas y pasados tan poco sorprendente en este país.
Sin embargo, en su piso de Kiryat HaYovel tienen la sede de una pequeña y poderosa célula de resistencia, el corazón de un movimiento ciudadano que se reúne en su salón para combatir el fanatismo que se quiere adueñar de Israel. Ellos son parte activísima de la plataforma que, desde 2008, pelea por mantener su barrio como hasta ahora, un entorno residencial sencillo y laico, donde cada cual hace lo que le parece siempre que respete al de al lado, donde no se pregunta qué religión gastas ni se imponen la fe y sus supersticiones.
El vecindario, creado en los años 50 con los primeros emigrantes de Europa, abiertos de mente, dispuestos a trabajar y a vivir en paz, dio lugar a este barrio tan extrañamente jerosolimitano que ni siquiera luce la piedra blanca con que los ingleses obligaban a construir cada edificio en esta ciudad (una tradición que aún hoy se cumple) y que, por eso, tanto se parece a las manzanas de bloques arracimados de cualquier barrio de las afueras de cualquier ciudad europea.
Si Amalia y Néstor comenzaron a pelear hace dos años es porque sus calles ―bautizadas con nombres de países y ciudades de América Latina― se están llenando de jaredíes, los radicales entre los radicales del judaísmo ultrortodoxo, ese grupo que, sin llegar ni al 10% de la población de la ciudad, impone su ley, veta la normalidad y marca los tiempos. Los trajes y sombreros negros, la tela gris que cubre a las mujeres desde el pelo hasta el tobillo, las familias de seis y siete hijos, se han ido colando entre los vecinos de siempre, muchos profesores y obreros de las afueras de Jerusalén.
Nunca antes un desembarco así había dañado tanto la convivencia. “Los rusos fueron bien admitidos, y los etíopes, todos, pero ellos lo quieren hacer todo a su manera y nos violentan”, resume Amalia. 'Su manera' quiere decir que durante el shabat —desde la puesta del sol del viernes hasta la del sábado— no se debe encender fuego ni trabajar. Fuego es, también, la luz eléctrica o cualquier motor. Es decir que no deben circular coches ni ascensores ni se deben descolgar teléfonos.
Es sólo uno de los muchos ejemplos de hasta dónde empujan los ultraortodoxos la interpretación de la halaja, la ley talmúdica. Otra es la separación estricta de los sexos: los colegios, desde preescolar, deben segregar a niños y niñas, en la interpretación de los jaredíes, desde luego no puede haber piscinas mixtas y las mujeres siempre deben vestir con manga larga y vestido largo. En algunas zonas costeras de Israel, los ayuntamientos han delimitado playas de uso exclusivo para hombres y para mujeres y numerosas líneas de autobús imponen ya —o permiten que los pasajeros impongan—que las mujeres se sienten en la parte de atrás y usen la puerta trasera para no mezclarse con los hombres.
En Kiryat HaYovel se vive la sensación que pronto esta vecindad podría imponer reglas semejantes. Por eso, un pequeño grupo de personas comenzó a protestar en el barrio cada shabat. “En paz, no hacíamos nada malo, sólo reivindicar lo que somos y denunciar el pluralismo que estamos perdiendo”, abunda la profesora. Nadie los oyó. Nadie los oye todavía.
Postes del shabat
Actualmente la comunidad ultraortodoxa israelí la forman 800.000 personas, de un total de 5,5 millones de judíos. Entre los 17.500 habitantes de Kiryat HaYovel hay casi 400 familias ultraortodoxas y la mitad llegó en apenas un año, en 2008. No venían como recién llegados que quieren contentar a su vecino, sino a su aire, a su “estilo”. Y siguen llegando, llamados por la vecindad con uno de los mayores núcleos de sinagogas de la capital y porque, además, en Kiryat HaYovel los precios de los pisos son más baratos (también aquí golpea la crisis y las parejas jóvenes no saben dónde meterse).
Néstor explica que de pronto el barrio se llenó de eruvs, un conjunto de postes y cables que marcan los límites dentro de los cuales los judíos ortodoxos pueden transportar objetos fuera de sus hogares en shabat (un acto que está completamente vetado en este día). “Poco a poco, van colocando eruvs donde quieren, por toda la ciudad, sumados a los que ya pone el Ayuntamiento en zonas como Meah Shearim“, un barrio que se valla completamente los sábados y donde es imposible circular en coche o sencillamente en mangas cortas sin recibir una ristra de insultos, si no una lluvia de pedradas.
La plataforma a la que pertenece este peleón matrimonio sostiene que los jaredíes han colocado en su vecindario unos 200 postes, de los que el Consistorio (en manos del empresario independiente Nir Barkat, del partido Yerushalayim Tatzli’ah) ha retirado apenas 20, pese a ser “completamente ilegales y arbitrarios”. “Y nadie se mete con ellos”, resumen.
La consecuencia directa de esta falta de acción municipal fueron las revueltas de un año atrás: algunos contenedores quemados ensuciaron la imagen de un movimiento limpio y pacífico. “Hay quien pierde la paciencia”, reconoce Amalia. El barrio nunca había estado tan convulso desde 2002, cuando un joven palestino se inmoló en un supermercado matando a dos personas e hiriendo a 28 más, hasta ahora, el único momento que alteró el pulso de este vecindario verde y silencioso.
Cuadrillas ultra
No es algo que sólo afecte a Kiryat HaYovel. La respuesta de los ultraortodoxos a cualquier costumbre o rutina que rompa con sus preceptos va rodeada de violencia en los últimos años: en junio de 2009 convirtieron los sábados de Jerusalén en un infierno, con cuadrillas de jóvenes que perseguían a quien osara conducir ese día, se cruzaban por delante de los coches y les tiraban piedras, o empotraban contenedores incendiados contra las viviendas en las que se escuchaba música pop en el día sagrado.
La raíz de esa reacción fue la “provocación” del alcalde de la ciudad al abrir un parking público en sábado, una protesta que terminó afectando a toda la ciudad. El Mc’Donalds de la calle Shamai fue atacado en reiteradas ocasiones después de la sesión de intimidación a los conductores. Junto al local hermano de la calle Emek Refaim es de los pocos restaurantes de la ciudad que no observan la prohibición del shabat.
En los últimos meses ha habido también incidentes serios en los autobuses de las líneas 1 y 38, que enlazan el centro con el Muro de las Lamentaciones y, por tanto, son muy usadas por los ultras, que intentan obligar a los pasajeros a separarse por sexos. La oposición de algunos vecinos o turistas desencadenó hasta agresiones físicas.
Amalia lamenta que la tensión es tal que muchas de sus familias amigan han optado por marcharse ante el “insoportable” ambiente que “imponen” los radicales. La gota que ha colmado el vaso de su paciencia ha sido la decisión del Ayuntamiento de Jerusalén de destinar a una guardería ultraortodoxa el suelo que inicialmente iba a albergar una casa de la cultura, con una galería para jóvenes artistas.
“El número de familias jaredíes es creciente en la zona y hay que darles servicios como a cualquier otro vecino. No podemos obligarlos a ir a otro sitio si es allí donde quieren vivir. Y si viven, han de recibir servicios esenciales como la educación”, explica Hagai Elias, portavoz del Consistorio.
No cree Elias que el alto índice de natalidad de estos ultraortodoxos esté “arrinconando” a los demás vecinos. “Ellos llevan su vida por donde creen correcto. ¿Cómo decirles que no tengan más hijos? Es como decirle a los ancianos que no enfermen… Si los tienen, hay que atenderlos, porque son también vecinos de Jerusalén”, argumenta.
Aún está en los tribunales el recurso contra este cambio de uso de suelo y el intento de convertir dos colegios públicos en religiosos. Mientras, la rutina diaria es una pelea constante: los parques se están quedando solos, porque las familias jaredíes los toman en masa “e intimidan a los demás”, afirman con dureza, aunque cuesta pensar que también entre niños surjan las acusaciones cruzadas, las alusiones al buen judío cumplidor y al casi goy [gentil].
Hasta el 'Golem', el monstruo, obra del escultor francés Niki de Saint-Phalle, la mayor atracción del barrio, se ha convertido en territorio ultra. Y las pizzas, por fuerza, son ahora kosher. De lo contrario, no sale el negocio adelante. Aunque los productos que se necesiten sean el doble de caros y lleguen tarde a veces, mientras esperan el visto bueno del rabino.
Religión de Estado
En la práctica, Israel recurre al judaísmo como religión del Estado y en los últimos años, el colectivo ultra se ha arrogado el papel de guardián de la esencia de ese alma nacional, de ahí la importancia que tienen sus rabinos, capaces de modificar inversiones y leyes. Un poder que se extiende a la política (el partido Shas, por ejemplo, es el tercer socio en importancia del Gobierno de Benjamin Netanyahu), la cultura y la sociedad. Ellos presiden los principales actos públicos, con su particular bendición; ordenan los ritos de transición, las normas de conversión y los matrimonios (en Israel sólo es posible casarse por el rito religioso, no se reconocen las uniones civiles).
Los ortodoxos han logrado implantar un sistema de enseñanza primaria y secundaria financiado por el Estado pero completamente autónomo en su gestión y en los contenidos que se imparten. Con una media de casi siete hijos por familia, su descendencia constituye algo menos del 23% de los escolares de primer curso de Israel, todos ellos matriculados en colegios religiosos.
Las arcas públicas ofrecen, además, sustanciosas subvenciones a ese 60% de los ultraortodoxos que no trabajan para poder dedicarse a tiempo completo al estudio de la Torá, de unos 500 euros al mes, según datos del Ejecutivo israelí. Como consecuencia de ello, más de la mitad vive por debajo del umbral de la pobreza, aunque reciben notables subsidios sociales y becas de las yesivás, las escuelas talmúdicas. Sin esa cerrazón en no trabajar para estudiar las escrituras, el porcentaje de personas pobres en Israel bajaría en 20 puntos, según datos de Cruz Roja.
Esta comunidad también está eximida de cumplir con el servicio militar, obligatorio tanto para hombres como para mujeres. “Entre 1975 y 2007, las prórrogas concedidas a hombres en edad de ser llamados a filas por razones de fe religiosa pasaron de un 2,5 a un 11%, es decir, 50.000 personas, el equivalente a cuatro divisiones, un aumento sorprendente dada la estricta política de asentamientos y ocupación defendida en estos años por los ultraortodoxos”, explica Arno Mayer en su obra El arado y la espada (Ediciones Península, Barcelona, 2010). A día de hoy, 500.000 judíos ―muchos de ellos jaredíes― residen en el centenar de colonias repartidas por Cisjordania.
Dos años de batalla y pocas conquistas. Los ultras toman posiciones con la anuencia de un Ayuntamiento que, sin embargo, ha dado algunos de los pasos más valientes de los últimos años, como la apertura de un aparcamiento en sábado, sacrilegio entre sacrilegios, lo que levantó en armas a los jaredíes meses atrás. La mirada del recién llegado aún no los detecta bien, e incluso llega a pensar que en barrios “de visitantes”, como Bak’a o la Colonia Alemana eso no ocurre. “Abre los ojos, porque están ahí ―alerta Amalia―, esperando a invadirlo todo”.
Leer más:
El temor de Israel. Columna de Topper [Jun 2010]
Israel busca su identidad. Reportaje de Topper [May 2008]