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El imperio otomano es el segundo gran imperio mediterráneo, tras el romano-bizantino y el último hasta la fecha que unía la mayor parte de las costas mediterráneas en una entidad política única. En su momento de máxima expansión dominaba de las fronteras persas hasta Argelia y desde Yemen a Crimea y Austria. En el sur, sólo Marruecos quedó fuera de su influencia, en el norte, España, Portugal, Francia y los reinos italianos.
El imperio surge a finales del siglo XIII de entre los pequeños reinos musulmanes de Asia Menor. Su nombre hace referencia a Osmán I, príncipe de un territorio del oeste de Anatolia, quien puso los fundamentos para una administración moderna y una organización eficaz del estado. Su hijo conquistó las primeras plazas en las costas europeas y su nieto, Murad I, estableció el título de sultán en 1383 e incorporó al reino los Balcanes hasta Kosovo.
Durante el siglo XV, el imperio se cimentó y en 1453, Mehmed II sitió y tomó Constantinopla, un choque político para el mundo cristiano, que puso fin al imperio bizantino. El sultán trasladó la capital del imperio a la recién conquistada ciudad, donde fomentaba las artes y las ciencias, y convirtió el estado otomano en una potencia internacional. Pese a que se le conocía como "turco", el imperio otomano era un estado plural. Mehmed estableció un sistema de gobierno con amplia autonomía para las comunidades religiosas no islámicas, conocidas como milet, sobre todo cristianas y judías. Seguían bajo la autoridad de sus dirigentes locales y tribunales propios y pagaban impuestos al imperio. Ya en esta época, y en las generaciones siguientes, casi todas las madres de los príncipes herederos eran mujeres de origen griego, eslavo o veneciano. Y las tropas de choque del imperio no eran turcas: se trataba de los jenízaros, unos soldados de élite que eran reclutados de forma forzosa entre los hijos de las familias cristianas en los Balcanes y educados en estrictas academias militares.
La administración otomana se extendió a todos los territorios conquistados. En 1517, Selim I conquistó Siria, Palestina y Egipto y parte de la Península Arábiga. Su heredero Suleimán el Magnífico extendió el imperio hasta Argelia e Iraq, conquistó Serbia y puso sitio a Viena en 1529. Un siglo más tarde, las fronteras se habían estancado, y un segundo infructuoso sitio a Viena, en 1683, inició un lento retroceso en los Balcanes. En el siglo XVII, las guerras con los reinos cristianos y con el Imperio Ruso debilitaron Constantinopla, junto a revueltas internas y rebeliones de los jenízaros, que fueron disueltos en 1826. Argelia pasó a manos francesas en 1830 y Grecia se independizó en 1832. Aun así, durante todo el siglo XIX, el Imperio Otomano seguía siendo una potencia mundial a la altura militar de Francia e Inglaterra y participó activamente en la diplomacia y el desarrollo tecnológico europeo, por ejemplo conectando Estambul a la red ferroviaria del Orient Express en 1885. El primer Parlamento, que sólo existió dos años, se estableció en 1876.
En 1882, Gran Bretaña ocupó Egipto y Sudán, el principio del fin del Imperio. En 1908, el movimiento de los Jóvenes Turcos, nacionalistas influidos por la Ilustración francesa, establecieron una monarquía constitucional, en la que el cargo de sultán apenas era simbólico. El militar Enver Pasha ejercía el poder, pero no pudo evitar el desmembramiento del territorio tras las revueltas árabes alentadas por Gran Bretaña. El militar Mustafa Kemal Atatürk puso fin a la ocupación progresiva de Anatolia por fuerzas europeas y en 1923 declaró abolido el Imperio Otomano y constituyó el Estado de Turquía.