A diferencia de lo ocurrido en las sociedades cristianas en los últimos siglos, pocos países dominados por el islam han dado el paso de separar oficialmente el poder político de la religión. Casi todos los estados de la Liga Árabe declaran el islam religión oficial, pero la influencia de la fe en la vida pública varía enormemente y a menudo está más relacionada con la presión de la sociedad que con la posición de la religión en la Constitución.
Así, Marruecos, oficialmente islámico, prohíbe la venta de alcohol a musulmanes, pero en la práctica, cualquier marroquí puede tomar una cerveza en un bar de playa. Por otra parte, en Iraq, un país laico hasta la invasión estadounidense de 2003, grandes sectores de la población chií rural seguían viviendo acorde a unos conceptos religiosos muy conservadores.
La utilización del islam como base para las políticas públicas fue predicada desde los años treinta por los Hermanos Musulmanes, pero no llegó a popularizarse hasta la Revolución Islámica de Jomeini en Irán, en 1979. Inspirados en este éxito, la presión pública de los movimientos fundamentalistas llevó la religión al debate político a partir de los años ochenta en las sociedades de Argelia, Egipto, Palestina, Siria, Jordania o Iraq.
Los sectores religiosos se perfilaron en estos países como el mayor movimiento de oposición contra los regímenes autocráticos. Gracias a la utilización de un elemento tradicional —la fe— para aglutinar a las masas, su éxito ha sido notablemente mayor que el de los movimientos izquierdistas en auge en los años setenta. Hoy, el islamismo es una de las ideologías políticas con mayor fuerza en las sociedades dominadas por el islam.
La presentación de la religión como base de una democracia se funda en la tradición islámica: desde siempre, la teología islámica más rigurosa pone en tela de juicio la legitimidad del principio dinástico y reivindica una vuelta a las supuesta sociedad islámica primitiva, en la que los califas —sucesores de Mahoma— fueron elegidos en asamblea.
Según sus defensores, el islam, al menos el suní, es una religión profundamente democrática: prescinde de autoridades sacrosantas y proclama la igualdad de todas las personas creyentes. La malik il·la Alá —nadie es rey excepto Dios— es una de las frases más repetidas cuando un musulmán tradicional habla de monarquías o sultanes. Por otra parte, es difícil hacer coincidir los valores del islam con el concepto de la democracia moderna, no sólo por el rol de ciudadana de segunda que la interpretación tradicional asigna a la mujer, sino también porque el principio de unas normas divinas, que no pueden ser discutidas —un rasgo que el islam comparte con todas las religiones— limita el debate político y contradice la idea de la soberanía del pueblo.
Aunque los movimientos políticos islamistas han renovado el interés de grandes partes de la sociedad en la participación política, su ideología ha ido sofocando una parte fundamental del debate social, el referido al papel de la religión en la sociedad y la libertad religiosa. Bien apoyados desde los gobiernos, bien con patente de corso, estos movimientos han lanzado desde los años noventa numerosas campañas para adecuar la vida pública en general y la literatura, el cine y la expresión artística en particular a su imagen concreta de la fe, dando al traste con los principios de tolerancia del islam.
En la última década, la proclamación de la 'guerra santa' o yihad contra 'Occidente' por parte de algunos grupúsculos que se reclaman islámicos (con dudoso fundamento) ha ido cimentando una imagen del islam como religión agresiva y ha tenido enormes efectos en la vida política de todos los países mediterráneos.