Las últimas sinagogas
"No tenemos miedo”. Serge Berdugo es tajante. Este ex ministro de 64 años y apellido español ocupa el cargo de secretario general de las comunidades israelitas de Marruecos. Representa a unos 3.500 – quizás 4.000 – ciudadanos marroquíes de religión judía. Es decir, poco más del 0,01 por ciento de la población total del país. Y sólo algo más de la centésima parte de la antigua comunidad hebrea residente en Marruecos hace apenas medio siglo: unas 280.000 personas.
El éxodo fue masivo y aun no ha terminado: los jóvenes siguen emigrando. ¿Quedará alguien de aquí a diez años?
Armand Ifrah, 57 años, empresario de Casablanca, cree que no. “Cada año se van entre 40 y 50 familias, dentro de poco no quedará nadie. C’est fini. Se acabó”. Armand Ifrah, oriundo de Marrakech, partió con su familia a Israel en 1956. Vivió tres años de ejército, cuatro guerras y dos décadas de funcionario en Jerusalén antes de regresar a su tierra natal. Ahora se dedica a la cría de reptiles en el Alto Atlas.
Sus siete hijos están repartidos por Tel Aviv, Amsterdam, Oslo... Sólo el más joven continúa en casa. Tiene 15 años. Cuando cumpla los 18 irá a estudiar fuera. Y probablemente no volverá a Marruecos. Ningún adolescente judío marroquí sueña con un futuro en su propio país.
Pero Serge Berdugo no se considera el capitán de un barco destinado a hundirse. “El corazón no conoce estadísticas” afirma, antes de señalar los motivos que empujan a los jóvenes a partir hacia Francia, Canadá o Israel. “Todos los marroquíes emigran. No es una cuestión de religiones sino de la economía nacional. Quince sinagogas en Casablanca abren sus puertas todos los días y hay judíos en muchos organismos oficialesSi pudiéramos ofrecer a los jóvenes judíos unos empleos bien remunerados, se quedarían. De hecho, en vacaciones regresan siempre, se sienten vinculados a esta tierra y jamás la olvidan”.
Berdugo habla con conocimiento de causa: también es presidente de la Agrupación Mundial de Judíos de Marruecos, un organismo que conecta un soprendente número de comunidades en cuatro continentes. Y el balance que hace de su gestión no es precisamente el de un sálvese quien pueda. “Hemos establecido una comunidad que vive su día a día normal, libre, sin absolutamente ninguna diferencia respecto a los musulmanes. Quince sinagogas en Casablanca abren sus puertas todos los días. Hay oficiales judíos en el ejército, altos funcionarios, diputados, ministros...”
Apellidos hebreos en la fama
De hecho, basta con citar dos nombres, el de André Azoulay, consejero económico del rey, y el de Abraham Serfaty, durante 17 años el preso político más carismático del país, para reconocer que minoría y marginación no son sinónimos. El propio Berdugo fue ministro de turismo durante tres años. No se cansa de repetir que desde la independencia de Marruecos en 1956, los judíos son ciudadanos con todas las de la ley. O con algo más: en cuestiones civiles, los rabinos aplican las normas de la Tora en lugar de la legislación marroquí inspirada en el islam.
La igualdad jurídica de judíos y los musulmanes es total desde que Mohammed V abolió la tradición secular que consideraba a los hebreos como ciudadanos de segunda, casi “propiedad” del sultán. Pero este gesto no fue el único que ha colocado el retrato de este rey en muchas oficinas judías y una estatua suya incluso en una plaza en Israel. Ya en los años cuarenta, cuando Marruecos era protectorado francés y Francia, a través del gobierno de Vichy, un país subordinado a la Alemania nazi, Mohammed V se enfrentó a la comisión alemana que pretendió identificar y deportar a los israelitas marroquíes. “En mi país no hay judíos —declaró— , sólo hay marroquíes”.
Desde la ventana del despacho de Berdugo se distinguen, trece pisos más abajo, las murallas de la ciudad vieja, el tráfico endemoniado, modernos hoteles. Al fondo, una réplica local de las torres gemelas, y la gran mezquita edificada sobre el agua. En las calles alternan las cervecerías y los cibercafés con los minaretes y los zocos tradicionales. Casablanca, la metrópoli de África del Norte, alberga a cuatro millones de habitantes. Tres mil de ellos son judíos. Y la mayoría vive en las calles adyacentes a la plaza Verdun.
Allí, la carnicería de Raphael Lévy anuncia en francés, árabe y hebreo la calidad kosher de sus piezas, procedentes de animales sacrificados según el rito mosaico. El anciano dueño, tocado con un sombrero negro, sonríe desde el fondo, pero quienes atienden al público son dos empleados musulmanes que ya llevan treinta años en el negocio.
También en el ruidoso mercado de Bab Marrakech, ante las puertas de la medina, se alinean cinco puestos de carne kosher, con un certificado del Rabinato de Casablanca enmarcado en la pared. Sus dueños, Rafael Ifrah, Armand Abittan o Josef Alkayim, charlan en árabe mientras que sus empleados musulmanes despachan costillas, lomo o tripas. Entre las clientas hay algunas mujeres vestidas a la europea, con tinte rubio, pero la mayoria son chicas embutidas en la tradicional chilaba: toda familia judía que se precie tiene una empleada musulmana. Armand Abittan tiene 63 años y lleva 51 en el negocio que heredó de su padre. Ha visitado Madrid como turista pero piensa quedarse en Marruecos “por el momento”. Rafael Ifrah es de la misma opinión: “Éste es mi país. Soy marroquí”.
Dos filas más lejos, el matrimonio Biazzar ofrece pollos vivos. “Es la carne más fresca —opina una señora— y es tan kosher como cualquiera: el señor Biazzar es rabino”. El anciano, sentado en una esquina del exiguo puesto, sacrifica las aves con un rápido corte en la garganta. Su mujer y dos chicos musulmanes las despluman en pocos segundos. Una marea blanca cubre a todos. Fuera, el porteador Mohammed afirma conocer los domicilios de decenas de judíos en el barrio. “Todos somos iguales – añade – “a todos nos creó Dios: somos humanos”. El alegre bullicio del mercado subraya esta opinión.
“Todos somos humanos”
La misma frase, en boca del taxista Aziz. “¿Diferencias? Ninguna. ¿Israel? Existe un problema político entre el Estado de Israel y los palestinos, pero ninguno entre la religión judía y la musulmana”. Aziz expresa, en árabe dialectal, lo que otro musulmán, el redactor jefe del periódico Libération Bachir Znagui, explica en perfecto francés: la distancia que separa un conflicto político en Oriente Próximo de la vida de dos comunidades religiosas en África del Norte. “Hay que tener cuidado con las palabras” advierte Znagui.«Cuando los chicos de mi calle nos peleábamos con los del barrio vecino, había judíos en ambos bandos» “Incluso las agencias de prensa europeas escriben a veces ‘los judíos’ en lugar de ‘el gobierno israelí’, o ‘los árabes’ en vez de ‘la Autoridad Palestina’. Así se forja el racismo”.
Bachir Znagui tiene 50 años y ha nacido en Tánger. “Cuando los chicos de mi calle nos peleábamos con los del barrio vecino, solía haber judíos en ambos bandos” recuerda con nostalgia. Le preocupa que los jóvenes de hoy dificilmente puedan tener experiencias similares. “Los israelitas emigran por los mismos motivos que los árabes y bereberes musulmanes pero con la agravante de que pueden desaparecer como comunidad. Sería una gran pérdida para Marruecos”.
Simon Lévy, profesor emérito de Filología Hispánica en la Universidad Mohammed V de Rabat, lucha contra esta pérdida. Acaba de crear en Casablanca el Museo del Judaismo Marroquí. Trajes regionales, artesanía, mobiliario... y fotografías de los cementerios que salpican todo el país: desde la costa mediterránea hasta las primeras arenas del Sáhara. Siempre con el mismo telón de fondo: respeto y convivencia.
Lévy señala en el mapa un pueblo perdido en el Anti-Atlas: “Allí, un vecino musulmán cuidó de la sinagoga durante décadas, después de que se marcharan los últimos judíos. En aquella aldea, el alcalde es hermano de leche de un judío, lo cuenta con orgullo”. La pregunta es obvia: si tan integrados estaban ¿por qué se fueron? Si un judío marroquí emigrado desea regresar, recibe en 15 días su pasaporte, aunque lleve 40 años viviendo fuera
Simon Lévy tiene la respuesta: “La inmensa mayoría de los judíos desempeñaba oficios como el de orfebre, hojalatero o pequeño comerciante que los musulmanes, por tabú social o por sus estructuras tribales, no querían asumir. Cuando Francia ocupa Marruecos, la importación del hilo de oro industrial o la introducción de nuevos medios de transporte dejan en la ruina a corporaciones enteras”.
La creación del Estado de Israel en 1948 originó revueltas en dos ciudades marroquíes, con el trágico balance de 43 muertos.El mismo número moriría en 1961 en el naufragio de un viejo barco pesquero, fletado por las organizaciones sionistas para llevar a centenares de emigrantes a Israel.
“Aunque el accidente fue responsabilidad de los organizadores, sirvió para desencadenar una campaña contra Marruecos y autorizar la emigración, prohibida desde la independencia” analiza el historiador. Israel invirtió mucho esfuerzo y dinero en atraer a los judíos marroquíes. Pocos han vuelto, aunque el retorno no tiene trabas: “Si la Comunidad puede demostrar que ha nacido aquí, un judío que se haya marchado hace 40 años recibe en quince días su pasaporte marroquí” confirma Serge Berdugo.
Los últimos del barrio
Hoy, sólo Casablanca alberga una comunidad israelita amplia. En Rabat quedan aún 210 personas de religión judía, un centenar en Fes y Meknés, unos 50 en Marrakech... y sólo dos en Essaouira, antaño la única ciudad donde el número de israelitas sobrepasaba al de musulmanes. Casi todas las familias han abandonado las callejuelas intrincadas de las melah, los barrios judíos, para instalarse en las zonas modernas. En Rabat aun quedan dos familias en la medina y en Fes, Solika Morelly guarda el testigo.
Esta mujer de 74 años, cuya ferretería es toda una institución en las bulliciosas calles de la antigua melah, adora charlar con los transeúntes desde su minúsculo mostrador. “Todos los niños se acercan para saludarme, los adolescentes están enamorados de mí”.¿Nunca ha vivido tensiones con los musulmanes? “¡Jamás, jamás! Todo el mundo me quiere”. Una decena de metros más lejos, el dentista Sitton Mardosh pasa consulta.Y calle abajo está la sinagoga Danan, una joya cuidadosamente restaurada gracias, en parte, a los esfuerzos de Simon Lévy.
Pero no sólo las sinagogas dan fe del pasado esplendoroso. También las hilulat, las romerías judías en torno a la tumba de algún santo. Esta tradición, desconocida en el judaismo fuera de Marruecos, es la parte más viva de la fe: cada año, centenares de familias acuden desde Canadá o Francia para asistir a la fiesta.
Uno de los rabinos más venerados es Haïm Pinto, cuyo mausoleo se erige en el cementerio judío de Essaouira. Hombres y mujeres se congregan alrededor del catafalco para rezar juntos, en contraste con la estricta separación que se debe observar en las sinagogas. Fuera, el bullicio es alegre y las adolescentes, arregladas como para un baile, se saltan a la torera las normas de vestuario que constan en el anuncio oficial de la hilula: falda larga, nada de escotes, pañuelo cerrado...
Hay quien aprovecha para saludar al consejero real André Azoulay, nativo de Essaouira y presente entre la multitud. En un habitáculo, el anciano rabbi David Hanania Pinto, una descendiente del santo que ha acudido desde Francia, firma certificados de asistencia y recoge billetes de euros con altas cifras. Dos chimeneas arden desde hace horas y devoran paquetes enteros de velas, una ofrenda que hace cumplir los rezos.
A las once de la mañana, el cementerio se vacía: la recepción del gobernador de la ciudad y un banquete oficial muestran la importancia que las autoridades locales otorgan a las tradiciones hebreas.
La Tora, en tamazigh
Apellidos como el de Serge Berdugo no son infrecuentes. Gran parte de las familias más influyentes se derivan directamente de los grupos de judíos españoles expulsados en 1492: Marciano, Monsonego, Tapiero... y muchas de ellas han conservado su idioma. “Nací en Larache y en casa se hablaba español. «Nací en Larache y en casa se hablaba español. Del árabe, yo no dominaba ni jota»Del árabe, yo no dominaba ni jota”confiesa Boris Toledano, de 80 años, presidente de la Comunidad Israelita de Casablanca. También sus hijos viven en Francia; uno de ellos, Sidney, es director general de la casa Christian Dior en Paris.
Pero frente a la prestigiosa capa de los sefardíes de Al-Andalus, la mayoría de las familias judías lleva apellidos bien hebreos —Cohen, Lévy...— o bien árabes y habla el dialecto magrebí como cualquier vecino. Para el recuerdo quedan las comunidades israelitas del Alto Atlas, antaño numerosas y hoy prácticamente desaparecidas, cuyos miembros hablaban tamazigh, el arcaico idioma bereber que sigue siendo seña de identidad de la mitad de la población marroquí.
La emigración de los años 50 y 60 trasladó a estas familias, habitualmente campesinas, a Israel.Sólo se conservan los recuerdos y un antiguo ejemplar de la Tora traducida al tamazigh, señal de que la religión judía se había implantado en Marruecos bien antes de la llegada del islam en el siglo VIII. Quince sinagogas en Casablanca dan fe de ello. Algunas – como la Benarrosh – anuncian su condición con letras hebreas en la fachada, otras son invisibles desde el exterior.
En la sinagoga Dahan, situada en el primer piso de un edificio particular, se reunen a las seis de la mañana una decena de hombres que colocan las negras cintas de cuero —los tefilin— alrededor del brazo izquierdo y se cubren con el manto blanco ritual para iniciar una hora de lecturas y rezos. Muchos de ellos son originarios del sudeste de Marruecos y siguen hablando árabe dialectal entre ellos. En la gran sinagoga Beit-El, en cambio, el francés enseñado en los colegios privados hace tiempo que ha desplazado al magrebí.
El atentado del hacha
En la puerta de las sinagogas es frecuente ver a los uniformes azules de la gendarmería real y una boda origina incluso la presencia de varios coches de policía: el Estado vigila por la seguridad de sus minorías. ¿Es necesario tal despliegue? Serge Berdugo rechaza la pregunta: “La protección es responsabilidad del Estado, y está cumpliendo con ella”.Y añade que “en Francia ha habido quinientos incidentes y agresiones contra judíos en los últimos dos años. En Marruecos, uno sólo”. Berdugo se refiere al ya famoso ‘caso del hacha’ —famoso porque es el único— en el que un judío de Casablanca, secretario de un organismo religioso, fue agredido con un hachazo.
El afectado —la cicatriz es visible a pocos centímetros del ojo— se niega a dar detalles y la Comunidad guarda una especie de silenciooficial: no desea publicidad. Serge Berdugo confirma, lacónico, que el agresor ha sido detenido y condenado a doce años de prisión. Sobre el motivo — hay quien relaciona el atentado con el fundamentalismo islámico— no quiere aventurar hipótesis: “El agresor estaba borracho. Un borracho no es islamista”, corta.
Bachir Znagui no está tan seguro. “Oficialmente se trata de un intento de robo” explica este periodista. Algo poco creíble en Marruecos, donde raramente se emplea la violencia. “Otros dicen que el agresor tendría contactos con un grupúsculo integrista. Existen en algunos barrios marginados, pero no están organizadas ni se dirigen específicamente contra los judíos sino contra todo aquel que no comulgue con sus ideas”.
La hipótesis de Simon Lévy es aun la más verosímil: “En los momentos de crisis, siempre hay algún desequilibrado que reacciona así. Cuando la guerra del Golfo, un empleado del servicio de electricidad mató a un colega cristiano. Pero la tradición de tolerancia marroquí no está afectada. La crisis de Oriente Medio dura ya más de 50 años y todavía estamos aquí...”
Todos contra Sharon
Oriente Medio, Israel, Palestina. Tres palabras para nombrar la herida abierta de los judíos marroquíes que no conciben que en nombre de su religión se pueda eternizar una guerra contra un pueblo. Lo resume la frase que alguien ha garabateado sobre la pared en el cementerio judío de Casablanca: Paz en Israel, amén.
Lo dice Simon Lévy: “No quiero, como judío, que seamos nosotros la razón por la que haya un clash mundial. El esquema de un mundo dividido entre el islam y los judíos lo mantienen los movimientos integristas por un lado y George W. Bush por el otro. Ningún musulmán tiene un odio visceral al judío como tal. Es una instrumentalización a través de la cuestion palestina. Cada vez que Bush diga que hay que atacar a Irak, Al Qaeda hace cien amigos. Cada declaración de Ariel Sharon hace doscientos más”.
Lo dice Serge Berdugo: “Yo he estado dos veces de visita oficial en Ramalá y Gaza. Nos hemos encontrado con la OLP desde 1977: fuimos los primeros. El problema no es si hay que crear un Estado palestino, sino cómo crear un Estado palestino viable con un territorio coherente, y no un bantustán”. Lo dice Marie Tordjman, secretaria de la Comunidad Israelita de Rabat: “Un país árabe sin judíos no existe. Los judíos y los árabes no pueden vivir el uno sin el otro”.
Y lo dice Abraham Serfaty, el opositor marroquí más admirado del país, con la autoridad que otorgan 17 años de cárcel y ocho de exilio: “El sionismo político de quienes fundaron Israel es antihumano. Es contrario al pueblo palestino y contrario al judaismo. Sharon es sionista y no quiere la paz”. A Serfaty, estas ideas le vienen de familia: “Cuando tenía 10 años —relata— , en 1936, mi padre, en la sinagoga, me señaló un hombre y me dijo: éste es un sionista, y el sionismo es contrario a nuestra religión”.
Cincuenta años de lucha política sólo le han confirmado en sus ideas: “Israel debe tener naturalmente una mayoría grande de judíos, pero no debe ser un Estado judío. Hay que abolir la ley absurda según la que cualquier judío en el mundo es israelí”. No son palabras vacías: la manifestación de protesta contra Israel, convocada en abril pasado en Casablanca, vio en primera fila la silla de ruedas de este histórico militante, judío, marxista, marroquí.
Vuelta a la religion
La unanimidad se resquebraja entre las generaciones jóvenes. Amar Tapiero, 17 años y oriundo de Meknés, tiene una visión distinta. “Cuando hablamos con compañeros musulmanes, intentamos no tocar el tema – confiesa – pero entre nosotros estamos todos a favor de Israel. Cuando veo en la televisión que nuestros representantes defienden en público a Arafat, me da vergüenza ajena, ¡es imposible que lo piensen de verdad!”
Amar va a la Escuela Hebráica, un colegio privado laico que acoge a chicos y chicas judíos. Está impaciente para terminar el bachillerato e iniciar sus estudios en Francia, donde ya están sus hermanos. Ya ha ido de vacaciones y lo prefiere: “Puedes salir por la noche, pasear de madrugada... y esto aquí no lo hace nadie, tampoco los musulmanes”.
Amar se siente ‘judío de Marruecos’ y afirma que no tiene ningún problema: “Es muy raro que te insulten, y desde luego, jamás te agreden”. Pero la vida de las jóvenes generaciones está orientada hacia Francia, y ningún chaval judío acude a un colegio público. Eso sí, la Escuela Maimonides, que ofrece un plan de estudios con más hebreo que árabe, acoge a un 50 por ciento de alumnos musulmanes...
En el otro extremo del abanico están instituciones como la Escuela Loubavitch, fundada por el movimiento homónimo, que predica una religiosidad estricta. Boris Toledano no vacila en calificar de ‘secta’ a esta corriente, financiada desde Nueva York y promovida por askenazíes cuyos ritos poco tienen que ver con las tradiciones sefardíes y marroquíes, “mucho más liberales” en palabras de Toledano.
De hecho, la religiosidad va en aumento, según observa Charles Banon, ex presidente del club social L’Alliance: “Ahora, que quedamos tan pocos, la gente busca refugio en la religión: hace un año que dejamos de encender la máquina de café del club los sábados, para contentar a nuestros integristas”. Y Simon Lévy se exaspera: “Hay unas tendencias... ¡ahora quieren que la carne sea más kosher de lo que ya es! Y a la gente le da de repente por buscar su identidad, su genealogía o sus raíces. ¡Pero vengan a vivir en sociedades plurales! ¡Abran los brazos a sus hermanos humanos! Eso lo decían antes incluso los rabinos”.
Mostrar al mundo —y especialmente a Israel— que esta pluralidad es posible, es el mayor empeño de Serge Berdugo. Y si el musulmán Bachir Znagui opina que “los judíos no son sólo una parte fundamental de la sociedad, sino quizás sean más marroquíes que los demás”, Lévy es más tajante: “Un Marruecos sin judíos sería un país monocolor... ¡ya no sería Marruecos!”
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