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Suena Mi niña Lola en los altavoces de un negocio de moda en una calle comercial de Estambul: el flamenco mallorquín de la guineana Concha Buika. Es el momento de asumir que la música no conoce fronteras.

La tradición musical es a veces la esencia más profunda de un pueblo o una cultura: los gitanos de Bulgaria y los Andalucía no comparten idioma ni religión, pero sí los acordes de la guitarra y los pasos del baile. Y los gnawa, los bisnietos de los esclavos negros en Marruecos guardan de su lejano origen al sur del Sáhara sólo un matiz del color de piel, pero todo el ritmo de las darbukas.

Pero la música en el Mediterráneo es también expresión de una ruptura con la tradición y la creación de una nueva conciencia juvenil. Así, la mezcla de los sonidos argelinos —bereberes y árabes— con el rock ha dado lugar al rai, símbolo de una cultura contestataria. Y las frases agudas e irónicas del rap son el arma arrojadiza de la juventud árabe marginada en Israel.

A veces, la afición a la música es cuestión de vida y muerte: más de un cantante rai ha sido asesinado por integristas en Argelia; más de un guitarrista de heavy metal se ha tenido que exiliar de Irán o e Iraq para salvar la piel.