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Durante siglos, la alianza entre las jerarquías cristianas, sobre todo la Iglesia católica, y las autoridades políticas era una especie de simbiosis en la que las normas religiosas determinan la visión de moral pública y, a través de ella, las leyes estatales.
La Revolución Francesa de 1789 rompe con esta dinámica e instaura la separación de Iglesia y Estado, un concepto que en los siglos posteriores se difunde en la mayor parte de los países cristianos. Entre los países mediterráneos, sólo Malta mantiene hoy el cristianismo como religión de Estado (en Europa del Norte, los lazos entre Iglesia oficial y Estado son más densos). La Iglesia funciona actualmente como una entidad privada, cuyo poder reside sobre todo en la difusión de sus ideas y la convicción de que la gran mayoría de los ciudadanos de un país está de acuerdo con ellas, por lo que deberían traducirse en leyes.
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