Túnez cambia de lecturas
“¿Qué periódico es el más independiente?” le preguntamos al quiosquero. “Bueno, cualquiera, ahora todos escriben lo que les viene en gana”, nos responde. Ciertamente, los mismos diarios que hace apenas dos meses publicaban poco más que un detallado registro laudatorio de las actividades del presidente Zine el Abidine Ben Ali y su esposa, Leïla Trabelsi (con profusión de fotos de ambos para acompañarlo), se refieren ahora a ellos como “el dictador y su pareja” o “los saqueadores de Túnez”.
“Se está dando un fenómeno curioso: cada día hay un periódico que da la mejor información. El problema es que no se sabe cuál va a ser”, dice Mario, un profesor universitario italiano que reside en Túnez desde hace más de una década.
“Incluso La presse, un diario que ha estado siempre muy cercano al gobierno, trae algunos días reportajes que están muy bien. El resultado es que cada día acabamos comprando todos los periódicos, por si acaso ”, nos cuenta.
En diciembre de 2010, Túnez todavía ocupaba el puesto 164 de 178 en materia de libertad de expresión, según la clasificación de Reporteros Sin Fronteras. Ben Alí se permitía incluso la ironía de organizar congresos mundiales sobre la sociedad de la información, como el que acogió en 2005.
Ahora, la censura ha desaparecido, aunque no legalmente: la normativa sobre prensa y publicaciones no ha sido reformada. Pero sin nadie que se ocupe de hacer cumplir las restricciones, periodistas y editores se han lanzado a publicar sin cortapisas.
Frente a la librería Al Kitab, en la avenida Habib Burguiba, se arremolina un grupo de gente; y cuando este grupo se retira, otro ocupa su lugar. Es así desde hace semanas. En su escaparate hay expuestos una serie de libros hasta ahora imposibles de encontrar en Túnez. “No me consta que se estén publicando obras literarias que antes estuviesen prohibidas, pero tenemos muchos ensayos políticos”, dice Zead Hafhouf, empleado de la librería.
El libro más popular, nos cuenta, es La regente de Cartago, de los periodistas franceses Catherine Gradet y Nicolas Beau, sobre el imperio económico y los tejemanejes políticos de Leïla Trabelsi. Editado en Francia, era imposible de encontrar en Túnez, salvo en escasísimas ediciones clandestinas.
Otro de los libros más demandados es “Nuestro amigo Ben Alí. El reverso del milagro tunecino”, también de Nicolas Beau. Pero cuando uno pide un ejemplar, se lleva una sorpresa. “Son sólo muestras, no son para la venta”, nos dice Hafhouf.
Lo importante es mostrar que, aquí y ahora, ha llegado la libertad, que los libros franceses contrarios al régimen ya pueden leerse libremente, aunque no se puedan comprar todavía. El rosario de títulos tiene a los peatones boquiabiertos: Economía política de la represión en Túnez, Europa y sus déspotas, Cuando el pueblo resiste…
“Ya no hay que presentar a la censura por adelantado la lista de títulos que vas a publicar, así que muchos editores lo están aprovechando”, asegura Hafhouf. Algunos han sabido ver la oportunidad, como el politólogo Mohamed Kilani, quien, a falta de una editorial, se autoeditó el libro La revolución de los valientes, que es el segundo más vendido estos días.
“El motivo de este ‘boom’ editorial es obvio, ¿no?”, dice Hafhouf: “La gente quiere leer y escribir lo que no ha podido en estos años”, afirma. La multitud frente a la librería da prueba de ello.
Una plaza en busca de un nombre
La nueva libertad también se expresa en los nombres del espacio público. En Túnez no han llegado a los extremos de la revolución francesa, donde los dirigentes revolucionarios llegaron a cambiar los nombres de los meses, pero hay cosas que los tunecinos tampoco están dispuestos a aceptar.
Desde la huída del dictador, hace casi un mes, uno de los principales lugares de la capital, la antigua Plaza 7 de Noviembre, ha perdido su nombre. Y lo mismo ocurre en localidades de todo el país.
El 7 de noviembre es el día en el que Ben Alí asumió el poder ―corría el año 1987― tras deponer al padre de la independencia tunecina, Habib Burguiba, hasta entonces el único presidente del país en su época post-colonial, alegando la demencia senil de éste. Desde entonces, cada año, los tunecinos han tenido que sufrir la celebración obligatoria de esta fecha, convertida en fiesta nacional. Fecha, por tanto, grabada a fuego en la memoria del pueblo.
Por eso, no es de extrañar que, pocas horas después de la salida del presidente, grupos de ciudadanos arrancasen todas las placas donde aparecía el nombre de la plaza. La mampara de plástico que, sobre una isleta en uno de los extremos, indicaba la entrada en la rotonda a los conductores, fue destrozada a pedradas.
El problema es que, por ahora, no saben qué nuevo nombre ponerle. A veces prima el pragmatismo, y hay quien todavía usa el antiguo nombre, pero si uno lo utiliza, por ejemplo, en un taxi, o para preguntar por una indicación, se arriesga a una mirada asesina cargada de celo revolucionario. Algunos comienzan a llamarla “la plaza de la torre” (en su centro hay una enorme construcción vertical coronada con un reloj, al estilo, salvando las distancias, del Big Ben londinense), o “donde los ministerios”.
“Podían llamarla Plaza de Alí Babá y los Cuarenta Ladrones”, nos dice un tal Karim, señalando precisamente esos edificios. Sus dos amigos celebran la ocurrencia con una risotada. Los tres hombres de edad madura, oficinistas todos ellos, disfrutan de un café en una de las numerosas terrazas de la Avenida Habib Burguiba, la arteria tradicional de la vida social de la ciudad, que nace en la plaza. Ahora, un nuevo elemento ocupa el centro de la calle: el alambre de espino y los tres blindados del ejército que protegen el Ministerio del Interior.
Karim y sus amigos están encantados con la caída de Ben Alí ―participaron en algunas manifestaciones, según dicen―, pero no les gustan estos “politicastros”, y desde luego no quieren ni oír hablar de que se le ponga el nombre de ninguno de ellos a la avenida. Les decimos que nos han hablado de diferentes opciones: “Plaza de la Revolución”, “Plaza del 14 de enero” (el día de la salida de Ben Alí)… Se limitan a encogerse de hombros. “No están mal, podrían valer”, musitan.
Pero cuando sugerimos, tal y como hemos oído, “Plaza Mohamed Bouazizi” (en memoria del joven que, desesperado y aplastado por el sistema, se prendió fuego el pasado enero, dando inicio a la revuelta), leemos el respeto en sus rostros. “Él sí merece una avenida, y una estatua”, nos dicen. Por el momento, en la base de la torre, una enorme pintada en árabe ya homenajea al joven héroe: “Saha es-shahid el-batal Mohammed Al Bouazizi”. “Salud al mártir”.