Gacelas motorizadas
“Rumbo doscientos treinta”. Shemsi Berrada extiende los brazos hacia el horizonte del desierto e intenta fijar la dirección. Muriel Hayet la observa atentamente desde el volante del todoterreno. Doscientos treinta significa suroeste sobre la brújula. Pero en el horizonte no hay nada, ni al sur ni al oeste. El desierto se funde con el cielo en una línea recta. Aún así, Shemsi Berrada debe encontrar una minúscula bandera roja a muchos kilómetros de aquí, escondida tras las dunas: la baliza dos.
Shemsi Berrada y Muriel Hayet son dos gacelas, dos de las cien mujeres que participan en el rally Aïcha de las Gacelas. Un trozo del sur de Marruecos se convierte cada año en el escenario de una prueba muy especial para mujeres que combinen la pasión de conducir en el desierto con una férrea voluntad de llegar hasta el final... y mucho cerebro.
Porque en el rally Aïcha no se trata de llegar antes. Sino de llegar. Hay que usar más la cabeza que el pie. Apretar el acelerador es lo de menos cuando el tiempo no cuenta. La clasificación de los equipos se rige según el camino recorrido y gana quién consiga tocar todos los puntos de control con el estricto mínimo de kilómetros en el contador. Los mapas y una brújula giroscópica fijada sobre la guantera son todo lo que ayuda a orientarse en un terreno tan vacío como la Tierra el segundo día de la Creación. «Vamos con mapa y brújula. En el París-Dakar, todos usan GPS. ¡Así cualquiera!»
Shemsi, 28 años, es una joven arquitecta marroquí. Muriel, un año mayor y de origen vasco-francés, trabaja como farmacéutica en Casablanca. Juntas han decidido lanzarse a esta aventura que exige durante ocho días una total entrega, una lucha cuerpo a cuerpo con el desierto y con los propios nervios. “Tres rasgos son fundamentales para una verdadera gacela” explica Huyam Berrada, 34 años, cuatro veces ‘gacela’ y hoy directora de la rama marroquí de Maïenga, la agencia que organiza esta prueba. “Uno, hay que llevarse bien con la compañera durante quince o dieciseis horas diarias; dos, hace falta muchísima sangre fría para no perderse y tres, hay que estar alerta y decidida; no llegas a ninguna parte si no sabes a dónde vas”.
Muriel y Shemsi comparten la sangre fría, Muriel al volante y Shemsi a la brújula. El ritual se repite cada poco: el todoterreno se para sobre una colina, Shemsi salta a tierra, se aleja unos pasos para evitar que la cercanía del coche influya en la danza libre de la aguja magnética, y extiende los brazos en la dirección que ésta señala. Muriel acerca el vehículo hasta posicionarse en la misma línea. “Si al menos tuviéramos una roca al horizonte, una palmera, cualquier cosa para fijar el rumbo... pero no hay nada”, se queja Shemsi. «Es un reto contra mí misma. Intento demostrarme que puedo arreglármelas sola, sin el apoyo de un hombre»
No hay más remedio que repetir la operación cada pocos kilómetros para evitar desviarse de la línea trazada sobre el mapa. Un error de dos o tres grados sería suficiente para no encontrar nunca la siguiente baliza. Raramente un barranco seco o el viejo lecho de un río, poblado de arbustillos, se deja localizar sobre el mapa y ayuda a enderezar el rumbo. Todo se torna más difícil cuando las dunas hacen su aparición. Parecen fáciles de franquear, ya que las dos gacelas se acercan desde el lado llano donde la arena es dura. Pero escasos minutos después, el todoterreno se ha quedado atrapado en un círculo de paredes de arena.
Muriel y Shemsi deben caminar un rato para asegurarse que la única franja que parece ofrecer cierto soporte a las ruedas no les lleva hacia una trampa aún peor. El tiempo perdido no importa, pero el zigzag entre las dunas se traduce en kilómetros y es extremamente difícil estimar la distancia recorrida cuando el vehículo alcanza, por fin, la llanura pedregosa. “En el París-Dakar, todos utilizan GPS” comenta Shemsi, “así cualquiera”. También las coches de las gacelas llevan, fijada sobre el techo, una caja con este sistema de navegación por satélite, todo un seguro de vida. Pero es tabú: romper el sellado equivale a tirar la toalla, admitir que el equipo se ha perdido irremediablemente en el océano de pedregales y arenas.
“¿Por qué me he metido en este rally?” Shemsi no lo duda un segundo. “Es un reto contra mí misma. Intento superarme, demostrarme que puedo arreglármelas sola, sin el apoyo de un hombre, sin que nadie me ayude. Este rally es la mejor manera de recuperar la autoestima. Como persona. Como mujer. Cuando vuelves a casa, los problemas del día a día se han quedado en nada... al menos para un tiempo”.
Fatine Brahim, 39 años y responsable de la página web de la segunda cadena de televisión marroquí, no cree que necesita demostrarse nada, pero también tiene razones para convertirse en gacela un par de semanas al año: “Conducir en el desierto me apasiona, y son mis únicas vacaciones de verdad. Tengo una hija pequeña, un marido... y ni en una playa de Tahiti podría desconectar tanto como aquí”.
La ingeniera Habiba Darsuli, 32 años, lo tiene clarísimo: “Quiero llegar hasta mis límites, y más allá de ellas. Eso es todo. No quiero ganar, paso totalmente de la tarima”. El premio, de todas formas, es simbólico: un pequeño colgante y el derecho a participar al año siguiente sin pagar la cuota de inscripción, de 12.300 euros. Esta tarifa incluye el seguro para dos personas, asistencia mecánica y médica, mapas, comida y agua y la gasolina necesaria durante los ocho días del recorrido. Y hay que sumar aparte el alquiler del todoterreno —casi nadie posee un vehículo propio— , el carburante para llegar hasta el sudeste marroquí, los neumáticos de reserva...
“En total hay que disponer de unos 20.000 euros para participar en el Aïcha” estima Dominique Serra, creadora y directora del rally. “Hay que buscar patrocinadores para juntar esta suma, y esto puede incluso ser más duro que el propio rally”. Algunas chicas afortunadas lucen en el coche un único logotipo, pero la mayoría ha cubierto la chapa con pegatinas y esloganes de las más diversas empresas, testimonio de un peregrinaje de oficina en oficina para juntar los fondos necesarios. Forma parte del rally: defender ante el director general de una marca de refrescos por qué una tiene la necesidad de lanzarse al desierto y por qué puede ser rentable para la empresa, también hace ganar en seguridad y autoestima, antes aún de acercarse a la primera duna.
En un punto coinciden todas: tras ocho días de fatigas, sol, arena, y un horizonte tan inmenso como el océano, una es una mujer diferente. Una mujer que sabe que ya no se sentirá inferior a nadie. La joven Leila Benjelloun, una periodista de 21 años, va incluso un paso más allá: “No es un rally para hombres. Se trata de tener cabeza, saber a dónde ir, y a los hombres les gusta la velocidad, se limitan a correr... No nos ganarían nunca”.