Pantallas de humo
"Los ciudadanos en el norte y sur de Israel están en inminente peligro de muerte por el lanzamiento de misiles. Ayude ahora. Done dinero”. Es el anuncio de una organización judía llamada Lifeshield Operation cuya meta es instalar refugios antimisiles —al precio de 26.000 euros por unidad— en todo Israel.
En realidad, la lluvia de proyectiles artesanales lanzados desde Gaza se ha cobrado sólo una docena de víctimas en los últimos tres años. A esta cifra se añaden los 40 civiles muertos por los misiles de Hizbulá, en el verano del año pasado. Pero la guerra es omnipresente en el discurso de la sociedad hebrea. Si en otoño Irán parecía la gran amenaza, ahora se especula con que Damasco se prepare para un ataque.
Una pantalla de humo. Eso es lo que son todas las noticias sobre inminentes guerras, en opinión de muchos israelíes. “Puede que haya pronto una guerra en Gaza, pero en ningún caso con Siria”, considera el analista Sergio Yahni, miembro de la ONG israelí Alternative Information Center. “Porque atacar a Damasco significaría exponerse a que lluevan misiles sobre Israel, y a eso no se quiere arriesgar ningún político”, explica.
El enemigo abstracto
La sociedad hebrea, educada en la sensación de estar rodeada por una marea de árabes dispuestos a destruir su Estado, vota con frecuencia a políticos que prometen mano dura, pero se siente traicionada por sus representantes cuando, como el verano pasado, la guerra llega a las puertas de sus casas. Normalmente, Israel vive completamente de espaldas a su supuesto enemigo. La prensa hebrea suele reproducir únicamente los comunicados militares sobre el conflicto palestino; desde hace años, una sola periodista israelí, Amira Hass, corresponsal del diario Haaretz, informa desde aquel lado de la valla de separación.
Las noticias que conmueven a la sociedad no son las de los asesinatos selectivos o las de las mujeres embarazadas que fallecen tras ser retenidas en uno de los numerosos puestos de control militar que salpican toda Cisjordania, sino escándalos como el de la semana pasada: la policía desalojó a 200 colonos ultraortodoxos que meses antes se habían hecho fuertes —ilegalmente— en un antiguo mercado en la ciudad palestina de Hebrón. Hubo quien comparó a las fuerzas de orden israelíes con las SS alemanas por “arrancar a los judíos de sus tierras”. Doce soldados se negaron a colaborar en esta misión y, aunque les espera una sanción, dos diputados les felicitaron por “rechazar una orden inmoral”.
El caso conmociona a la sociedad, porque cuestiona, por una parte, la institución más valorada de la nación, el Ejército —el venerado ‘Tsahal’— y, por otra, pone de relieve el creciente poder —ya desmesurado— de las estructuras religiosas: varios de los soldados insumisos rechazaron la orden por indicación de sus rabinos.
Fractura social
La profunda fractura entre israelíes laicos y religiosos fundamentalistas dividiría a la sociedad en dos campos irreconciliables... si no existiera la amenaza exterior, que hace olvidar las diferencias internas. Así lo cree el ‘kibbutznik’ Uri Mathias, de 60 años, que se siente israelí, no judío, y observa con rabia cómo los ortodoxos van imponiendo su visión del mundo en una nación fundada por judíos agnósticos y marxistas. “No odio a los árabes, sino a los religiosos que nos han robado nuestro Estado”, confiesa. “La amenaza árabe es lo único que nos mantiene unidos como pueblo”, afirma. “Ahora no nos peleamos, porque todos tenemos miedo. Pero si fueran más listos, si durante unos años no hicieran atentados, nosotros llegaríamos a las manos”, pronostica.
Visto bajo este prisma, cualquier amenaza de guerra juega a favor del Gobierno —a condición de que no llegue a materializarse o no cause demasiadas víctimas— ya que acalla las voces críticas y las reivindicaciones sociales. Otro sector que perdería poder si se extendiera la sensación de paz es el propio Ejército, cuya influencia en la política no tiene parangón en el mundo democrático: el jefe del Estado Mayor participa en todas las reuniones del gabinete y pocos ministros se atreven a cuestionar sus consignas. Así lo asegura el periodista y ex diputado Uri Avnery. Este veterano pacifista —tiene 83 años y señala su propio pasado como terrorista adolescente en las filas del grupo sionista Irgún, en 1940, para explicar el comportamiento de los palestinos— lleva años denunciando que los sucesivos Gobiernos de Israel intentan, precisamente, evitar la paz con los palestinos.
Avnery tampoco da valor a las buenas noticias que en las últimas semanas han inundado el panorama: ni la gira de la ministra de Exteriores estadounidense, Condoleezza Rice, para preparar la conferencia por la paz de Palestina, prevista para noviembre, ni que Israel haya liberado a 255 prisioneros de Fatah o que Ehud Olmert y Mahmud Abbas se hayan reunido en Jericó para “ampliar los límites de la negociación”. Considera la conferencia anunciada por Bush como “una trampa para idiotas”, y un intento del primer ministro israelí, Ehud Olmert —amenazado por la próxima publicación del Informe Winograd sobre los errores cometidos durante la guerra de Líbano—, de hacerse una foto con los representantes saudíes. La liberación de 255 presos no es noticia cuando hay más de 10.000 palestinos encarcelados en Israel y unos 800 de ellos llevan meses y hasta años entre rejas sin acusación ni juicio, según Amnistía Internacional. Un cálculo similar cabe hacer con la recién anunciada retirada de “algunos” de los puestos de control militares que interrumpen el tráfico en todas las carreteras palestinas.
En el mundo de gestos vacíos y pantallas de humo que dibuja Avnery, tampoco tiene interés el anuncio de George W. Bush de elevar durante la próxima década la ayuda militar a Israel hasta los 22.000 millones de euros. Es un regalo envenenado: la mayor parte de la suma debe gastarse para comprar armas a las empresas norteamericanas; es decir, que este dinero no se utilizará para renovar el equipamiento del ‘Tsahal’ —cuyos tanques y ametralladoras son de fabricación propia—, sino para sanear las cuentas de la industria estadounidense.
Negocio de armas
En la misma lógica se inscribe la venta de armamento por valor de 15.000 millones a Arabia Saudí prometida por Bush y pendiente de la autorización del Congreso. Puede provocar debates en otoño y realzar el perfil político de algunos congresistas, aunque su única finalidad, según Avnery, es enderezar la maltrecha balanza comercial estadounidense y dar pingües beneficios a los intermediarios, muchos de ellos bien relacionados con la realeza saudí o parte de ella. Arabia Saudí —el tercer mayor importador de armas del mundo— no podrá ni siquiera mantener los tanques y aviones que compra, pero debe este favor a Washington, cree el analista. El Haaretz se pregunta para qué sirve vender cazabombarderos de alta tecnología si la finalidad es “fomentar las fuerzas moderadas y apoyar una estrategia para contrarrestar las influencias negativas de Al Qaeda, Hizbulá, Siria e Irán”, como declaró Rice. En términos de integrismo religioso, Arabia Saudí es el país menos moderado de Oriente Medio y la guerra contra Hizbulá ha demostrado que la influencia iraní no se reduce con bombardeos.
En este juego de negocios, ¿tiene algún poder la figura del flamante enviado especial por la paz, Tony Blair? Ninguno. Lo dice James Wolfensohn, ex presidente del Banco Mundial, quien en 2005 ocupó el cargo que ahora ostenta Blair. En una reciente entrevista concedida al Haaretz, Wolfensohn fue rotundo: “Nunca me dieron el mandato de negociar la paz. Blair tiene el mismo mandato que yo”, a saber: asistir al desarrollo de la economía de la Autoridad Palestina.
Wolfensohn, un judío norteamericano nacido en Australia, añade que sus esfuerzos fueron minados por Elliott Abrams, consejero delegado de George Bush para la estrategia de la democracia, que habría impedido incluso la implantación de las medidas económicas acordadas entre Wolfensohn y Ariel Sharon. Abrams sigue en su cargo.