Lo juro por Yavé
Dentro de unos meses, cualquier persona no judía que quiera nacionalizarse como israelí deberá jurar antes lealtad al país “como Estado judío y democrático”. La oposición a Netanyahu y los grupos de izquierda hablan ya directamente de racismo y exclusión
Yisrael Beitenu, la ultraderecha de Israel, lo llevaba en su programa electoral de hace un par de años: cualquiera que quiera la nacionalidad israelí deberá jurar fidelidad a la nación “judía”. No importa si uno es musulmán, anglicano o animista o si directamente uno se declara ateo. Sin promesa no hay pasaporte.
Era la estrategia de Yisrael Beitenu para preservar “la esencia del Estado” y alejarlo de la “influencia perniciosa de los gentiles”. El partido de Avigdor Lieberman no venció aquellas elecciones, pero sí se convirtió en el socio más valioso del actual primer ministro, Benjamin Netanyahu (del partido derechista Likud), al que le cede sus 15 escaños para que se mantenga en el poder.
Por eso ahora, cuando el acuerdo de Gobierno se pone en tela de juicio, cuando el país debe afrontar debates esenciales para su futuro, Netanyahu se ha visto forzado a hacer suya la propuesta del contrario. La vehemencia con la que la ha defendido la ha pintado ante la opinión pública casi como un engendro propio. No vaya a ser que Lieberman pesque demasiados votos en su mismo río, el de la derecha. De ahí que ahora el primer ministro se niegue a dar un paso atrás: la medida es irrebatible. Netanyahu hace suya la enmienda y sostiene que la “base de la existencia de Israel” es su carácter judío
Más allá de que anule o no el carácter secular del país, la enmienda busca sobre todo someter a los árabes que quieren ser israelíes, aquellos palestinos que desean casarse con árabes que viven en Israel y que logran así la nacionalidad. Ahora les piden también la fe, aunque sea de palabra. La enmienda afectará a decenas de miles de personas cada año, en un país en el que los árabes son una notable minoría —el 20% de la población, 1,5 millones de personas— que arrastra la etiqueta de ciudadanos de segunda desde la creación del Estado de Israel.
El juramento que la oposición y la Autoridad Nacional Palestina tildan ya de “fascista”, “racista”, “discriminatorio”, “provocador” y “seguramente anticonstitucional” entrará en vigor en unos meses, en cuanto sea aprobado por la Knesset (el Parlamento nacional), donde ahora debe ser debatido. De momento, esta enmienda a la Ley de Nacionalización (1952) ha sido introducida gracias al apoyo arrollador del Consejo de Ministros de Israel, 22 votos a favor y ocho en contra (incluyendo a los ministros laboristas y a tres disidentes del Likud, los titulares de Servicios Públicos e Inteligencia más un ministro sin cartera). No habrá problemas: la coalición favorable a la enmienda suma 70 de los 120 escaños de la cámara, así que las sorpresas no estarán en el orden del día.
Netanyahu ha tenido que salir a explicar su medida, pero sus argumentos han aludido más a las vísceras que a la razón. Sostiene que la enmienda es “la esencia del sionismo” y que la “base de la existencia de Israel” es su carácter judío. “Todo aquel que quiera ser parte de nosotros debe reconocerlo y que nadie nos dé lecciones morales. Somos el único país democrático de Oriente Medio”, sostiene.
El mandatario israelí se apoya en Theodor Herzl y en David Ben Gurion (el padre del sionismo y el primer ministro que estrenó el Estado en 1948, respectivamente) para asegurar que también ellos defendieron el carácter judío “y democrático” de esta tierra. Shlomo Avineri, profesor de Ciencia Política de la Universidad Hebrea de Jerusalén, matiza esa afirmación. “El sionismo se apoyó más en la violencia que sufrían los judíos en Europa, en la persecución y el ostracismo, que en la religión. Herzl se resistía a jugar la baza de la religión. El uso de ella en la política ha sido progresivo, tampoco fue el arma principal de Ben Gurión. Ahora se usan las creencias y argumentos religiosos en la persecución de objetivos profanos”, explica.
Oleada de réplicas
Netanyahu, ante la oleada de réplicas que está recibiendo de los árabes israelíes, los partidos progresistas y la prensa de izquierdas, sólo insiste en que “todos los ciudadanos, judíos o no judíos, se beneficiarán por igual de los derechos de la ciudadanía”. Es lo que le ha exigido la responsable de la diplomacia de la Unión Europea, Catherine Ashton, quien le ha reclamado que “respete y garantice” esa igualdad de derechos, que “proteja a las minorías” y que “dé el mismo lugar a los que son judíos y a los que no lo son”.
Hasta el Vaticano, por la parte que toca a los católicos, ha levantado ya la voz: “No se puede ser demócrata y hacer cosas de este tipo, es una fuerte contradicción. Ningún país limita así las libertades”, ha dicho Antonio Naguib, relator del Sínodo de Obispos de Oriente Medio, reunido precisamente estos días.
Por el polémico juramento tendrán que pasar sólo aquellos ciudadanos que no tengan al menos un abuelo judío; estos últimos se entiende que son judíos de pleno derecho, aunque en ocasiones, si no se ha transmitido la religión por vía materna, también tienen problemas con el Ministerio del Interior. Como se ha encargado de repetir Lieberman desde la aprobación de la enmienda, el pasado domingo, “esto es sólo el principio” de un proceso de judeización “total”.
Su partido ha encontrado un aliado en el Shas, ultraortodoxo, importante socio del gabinete de Netanyahu con 14 escaños. En sus manos está el Ministerio del Interior, encargado de la extranjería, y ya ha anunciado que redacta un decreto para “despojar de cualquier derecho, incluso la ciudadanía, a los traidores que colaboren con organizaciones terroristas como Hamás y Hizbulá”. El Shas quiere despojar de la ciudadanía a los "traidores" que colaboren con Hamás o Hizbulá
Lo que los analistas plantean como un “caramelo” de Netanyahu a sus socios más duros se ha convertido también en un elemento clave en el proceso de negociación reabierto con la Autoridad Nacional Palestina el pasado 2 de septiembre. Dos días después de aprobar la enmienda, el primer ministro de Israel ofreció a los palestinos ampliar la moratoria sobre construcción de nuevas colonias, que finalizó con enorme estruendo (y con tirón de orejas inútil por parte de Estados Unidos) el 26 del mes pasado. Con una condición a cambio: que Palestina asumiera la naturaleza judía del Estado de Israel.
Los negociadores de la ANP tardaron diez minutos en decir no. No es suficiente una moratoria para ceder una declaración así, dice al teléfono uno de sus portavoces, Xavier Abu Eid. Su cesión se consideraría excesiva, por dejar en la estacada a los árabes israelíes, y más aún con un diálogo recién retomado y titubeante.
Exigua contrapartida
Palestina y los 22 países de la Liga Árabe son conscientes de que tendrán que reconocer el carácter judío de Israel si quieren —un siglo de estos— firmar un acuerdo de paz, pese a que ello implicaría negar el derecho al retorno a millones de refugiados palestinos y sus descendientes. Pero no ahora. No así. No tan pronto y no con tan exigua contrapartida. Siria ya les ha avisado de que no bajen los brazos tan pronto ante el “fascismo hebreo”.
La aprobación de este juramento ha traído consigo un debate interno, durísimo, en el seno de los partidos de izquierda de Israel. El único que podría hacer algo en contra, el Laborista, se ha debatido entre el sí, el no, el quizá, dejando en la estacada al voto árabe, que supone un bocado importante de su electorado.
El líder del partido y ministro de Defensa con Netanyahu, Ehud Barak, no supo qué decir cuando se lanzó la idea y sólo la tarde anterior a su votación condicionó su apoyo a que se introdujera una cláusula que explicara que “la lealtad al Estado judío y democrático se reclamaba según el espíritu de la Declaración de Independencia”, que habla de libertad, acogida y diversidad.
Nadie le escuchó y eso le ha costado declaraciones públicas de sus diputados acusándolo de “blando” y cartas a la ciudadanía destapando el “liderazgo cansado y templado en el Laborismo”.
Son las guerras internas, que saltan ante el fracaso. Isaac Herzog, ministro de Bienestar, tuvo que salir al paso y confirmar que la “única” cuerda que les ata aún a la derecha es la negociación abierta con los palestinos, “y mientras haya una oportunidad de avanzar estaremos en el Gobierno”, dijo al diario Haaretz. Varios diputados laboristas han dado pequeños mítines en la calle denunciando el “arreglo” entre Netanyahu y Lieberman, con un proyecto “que tiene la fetidez del fascismo”. El profesor Avineri reconoce que el progresismo está “perdido en estos momentos” en Israel y que no ha sabido afrontar un debate tan simbólico como este.
Ahmad Tibi, diputado en la Knesset, líder del Partido Nacional Árabe Ta´al, dispara contra todos estos “tibios” que son “tan peligrosos como los que han dicho sí a la enmienda”. Defiende que la medida “sólo busca la humillación de los árabes y la demostración de que, en este país, no somos más que unos huéspedes”.
Tibi tiene en su gabinete, cuenta, a personas que directamente van a sufrir ya esta “condena”. “Hay compañeros que tienen miedo por sus familiares, a los que esta infamia les pesa tanto que hasta se piensan si es correcto pedir la nacionalidad. Quieren obligarlos a renunciar a lo que son, en vez de pedir sencillamente que defiendan y quieran al estado en el que viven o vivirán. ¿Qué tiene que ver la religión en esto? ¿Desde cuándo no son laicos los Gobiernos? ¿Qué vamos a hacer los que no somos judíos? ¿Escapar? Esto es una persecución intolerable”, concluye.
Leer más:
El Estado del Bla-Bla-Bla. Columna de Uri Avnery [Oct 2010].