Pequeñas guerras civiles
Como Estados Unidos persigue en Iraq una estrategia de alianzas locales que ha podido de momento aplacar el conflicto, pero augura un futuro aun más dividido entre ramas religiosas y étnicas.
Frágil y reversible. Así es la situación de Iraq un año después de la ofensiva lanzada por George W. Bush como el definitivo esfuerzo para pacificar el país. Lo reconoce el general David Petraeus, máximo comandante de las fuerzas norteamericanas en Iraq. Retirar parte de las tropas, explicó recientemente ante el Congreso estadounidense, pondría en peligro el éxito alcanzado.
¿Éxito? Sí: el número de muertos civiles que se producen cada mes ha bajado: en febrero pasado ‘sólo’ murieron asesinados unos 950 civiles, frente a los 2.500 a 3.000 muertos habituales hasta julio de 2007. Así lo atestigua la base de datos de la organización Iraq Body Count.
Fuentes en Bagdad confirman la sensación de alivio: si todo se quedara así, afirma un vecino de la capital, sería una mejora. Pero asegura tener motivo para preocuparse: la frecuencia de los asesinatos bajó precisamente a partir de agosto, cuando Muqtada Sadr, líder de la milicia chií Ejército del Mahdi, anunció una tregua. “Eso demuestra que las masacres y la violencia eran un claro programa de esta milicia”, deduce.
En un punto hay consenso: no fue el aumento de las tropas lo que hizo bajar el número de atentados y fusilamientos de civiles. El incremento de un 21% en el número de soldados —de 132.000 a 160.000— no llevó realmente a un dominio militar del terreno. Aparte del alto el fuego de Sadr, también contribuyó un cambio de estrategia, impuesto por el general David Petraeus, nombrado en febrero de 2007. 225 euros cobra al mes un ex guerrillero insurgente iraquí, si cambia de bando y se pasa a las milicias de EE UU estadounidenses
Dólares o balas
“El dinero es munición”. Esta frase favorita de Petraeus caracteriza la política que Estados Unidos empezó a aplicar frente a la insurgencia. El Ejército empezó a pagar a quienes renunciaban a combatirlo: unos 360 dólares —225 euros— al mes por cada combatiente convertido en aliado de las fuerzas de ocupación, pagables a través de los líderes de las importantes familias locales. Desde junio, unos 90.000 iraquíes se han convertido en militantes al sueldo de la ocupación. Así lo estima en un reciente texto Steven Simon, experto del Council on Foreign Relations, un prestigioso centro de análisis norteamericano. Añade que el presupuesto para pagar a ex insurgentes alcanza unos 95 millones de euros en 2008. “Los jeques locales se quedan el 20% de los pagos; así que comandar unos 200 hombres es un lucrativo negocio para un líder tribal”, concluye Simon.
“Lo que se ha hecho es sobornar a la oposición”, resume Nir Rosen, un periodista y académico neoyorquino con experiencia en Iraq. Por diez dólares al día, asegura, los mismos hombres que antes colocaban minas en las cunetas, ahora vigilan las barreras de control colocadas en todos los barrios por las tropas norteamericanas. La gran mayoría son árabes suníes. Se conocen bajo el nombre genérico de Sahwa (‘Despertar’) o ‘Hijos de Iraq’, aunque no tienen un mando unificado y, a tenor de fuentes iraquíes, se pelean incluso entre ellos.
Convencer a los guerrilleros a que cambiaran de bando era posible, según explicó a inicios del mes Robert Malley, analista del International Crisis Group, a un comité del Senado estadounidense, porque la insurgencia del norte de Bagdad, compuesta en su mayor parte por árabes suníes, observaba con preocupación el creciente protagonismo de los islamistas radicales.
Estos grupos, normalmente definidos como ‘Al Qaeda en Iraq’ y encabezados en parte por combatientes extranjeros, no sólo realizaban masacres con coches bomba contra la población civil chií sino que también intentaban imponer leyes religiosas en las zonas que dominaban. Ambas tácticas provocaron rechazo entre los insurgentes adheridos a la visión del partido Baaz, nacionalista, laico y opuesto a las divisiones confesionales. “La gente apoya a la Sahwa contra Al Qaeda porque nadie quiere el terrorismo”, confirman vecinos de Bagdad.
La pregunta es si durará el acuerdo. Malley cree que “no es más que una alianza táctica” de los insurgentes suníes “para combatir a su enemigo inmediato, Al Qaeda, o al principal, Irán”. Consideran que el país vecino respalda a la milicia chií Badr que forma la base del poder en Bagdad y al Ejército del Mahdi, dirigido por Sadr.
Las unidades armadas del Badr, encabezadas por Hadi Amiri, dependen directamente del Consejo Supremo Islámico de Iraq (SIIC o ISCI, antes SCIRI), un partido encabezado por el teólogo chií Abdelaziz Hakim y fuerza dominante en la Alianza Unida Iraquí, mayoritario en el Parlamento. El primer ministro, Nuri Maliki, pertenece al Partido de la Dawa Islámica, un miembro menor de la Alianza, que acoge también a 29 diputados seguidores de Muqtada Sadr.
Pese a la aparente cercanía política, la rivalidad entre las dos facciones chiíes es notoria y los choques violentos entre sus seguidores fueron uno de los motivos principales por los que Sadr proclamó su tregua en agosto.
Desde entonces, el Ejército del Mahdi ha seguido dominando el terreno, como se evidenció a finales de marzo, cuando Maliki lanzó una ofensiva en Basora para desarmar la milicia de Sadr en esta estratégica ciudad, centro del comercio de petróleo. Tras seis días de batallas callejeras, la intervención de aviones norteamericanos y artillería británica y casi 300 muertos, Sadr proclamó una tregua. Se interpretó como una victoria suya: la milicia parece mantener su control sobre partes de Basora.
Mediación de Hizbulá
“Muqtada Sadr no dirige una organización bien estructurada sino un conglomerado formado para resistir a la ocupación. Es más político que religioso, hasta el punto de que numerosos suníes se han afiliado al Ejército del Mahdi para combatir a las tropas estadounidenses”, asegura Abu Mohamed, un portavoz de la guerrilla baazista quien visitó Madrid en otoño pasado bajo este nombre supuesto. “Los baazistas le aplaudimos porque llamaba a la resistencia”, añade.
El guerrillero ve posible incluso una alianza formal entre Muqtada Sadr y la insurgencia suní, baazista y laica, para combatir al enemigo común. “Hassan Nasralá, el líder de la guerrilla libanesa chií Hizbulá, nos mandó una carta para preguntar por qué no luchamos junto a Sadr. Yo mismo expliqué a Nasralá en otra carta nuestras condiciones”, relata Abu Mohamed. Eran tres: que los diputados de Sadr dejasen de participar en el partido gubernamental y de reconocer las leyes promulgadas bajo la ocupación, que la milicia se deshiciera de los escuadrones que asesinan a iraquíes por motivos confesionales y que se pusiera freno al asesinato de los baazistas alzados contra la ocupación.
“Su ejército es responsable de haber matado a 5.000 camaradas nuestros en el sur de Iraq, sólo por diferencias ideológicas”, lamenta Abu Mohamed. Asegura que Nasralá comunicó a Sadr —cuya familia tiene raíces libanesas— las condiciones de la insurgencia, pero que no hubo respuesta. “Muqtada es un joven que no entiende de política. Su referencia sigue siendo Irán y allí le diseñan los planes; creemos que no le interesa formar parte de nosotros y lo consideramos parte de las fuerzas de ocupación”, concluye.
También otros iraquíes lamentan el rumbo zigzagueante de Sadr, quien convocó una marcha multitudinaria en el quinto aniversario de la ocupación, sólo para anular la convocatoria días más tarde. Otros reconocen que entre sus milicias hay “gente que aprovecha para robar, traficar con drogas, ejercer venganzas...”
El ascenso de Muqtada Sadr se debe en parte a la fama de su padre, Mohamed Sadeq Sadr, un teólogo iraquí de enorme prestigio, asesinado en 1999. Aunque el joven Muqtada no ostenta un alto rango teológico y se declara seguidor de un clérigo iraní, ha podido reunir y encabezar a los seguidores de su padre y convertirse en una referencia política. Llena así el vacío dejado por los cuatro ‘maryas’ —grandes ayatolás— residentes en Iraq. El más prestigioso, Alí Sistani, de origen persa, es muy reservado y raramente se pronuncia sobre cuestiones políticas, excepto para desaconsejar la lucha armada. Otros dos, Bashir Nayafi, nacido en India, e Ishaq Fayad, de familia afgana, tienen un gran prestigio teológico pero escasa influencia política. El cuarto es Said Hakim, familiar de Abdelaziz Hakim, el líder del partido gubernamental SIIC, referencia para la mayor parte de las milicias Badr y el círculo del Gobierno.
La lucha por el poder entre chiíes y suníes se suele representar como el factor principal de la guerra que asola Iraq. Pero la imagen de un conflicto religioso es equivocada. Las diferencias teológicas entre musulmanes suníes y chiíes son apenas de matiz, es habitual que recen juntos en la misma mezquita, los matrimonios mixtos son legión y no hay precedentes de un conflicto social entre estos grupos. La creciente división de Bagdad en barrios netamente chiíes o suníes era algo impensable antes de la invasión, cuando había algunas zonas con mayoría de una u otra confesión, pero no se conocía la sensación de estar en ‘territorio enemigo’.
No en mi barrio
La ‘limpieza étnica’ no ha sido resultado de venganzas entre los habitantes de una barriada sino que se vive como algo impuesto por extraños. “No hay un enfrentamiento religioso. Los vecinos nunca se pelean por motivos confesionales. Son las milicias las que llegan, matan y expulsan”, asegura el periodista iraquí exiliado Kahtan Alani. Aclara que “quienes forman parte de las milicias siempre llegan de otra zona, nunca imponen nada en su propio barrio, porque allí se conocen todos”.
“En la barriada seguimos juntándonos chiíes, suníes y kurdos para charlar y criticar el poder, como antes criticábamos a Sadam”, corrobora un vecino de Bagdad. Opina que la religión no es más que un pretexto para asegurarse cuotas de poder y enarbolar una bandera que convence a algunos miembros, aunque otros integrantes de las milicias simplemente se afilian porque cobran por ello o porque creen que así pueden proteger a sus familias de asaltos criminales.
Estados Unidos tiene la “responsabilidad ética y moral” del conflicto confesional, “por haber dirigido las elecciones de manera que prácticamente se forzó a los iraquíes a votar acorde a las divisiones sectarias y étnicas”, sentencia Anthony H. Cordesman, experto del norteamericano Center for Strategic and International Studies (CSIS) y ex asesor del senador y ahora candidato presidencial John McCain.
Calco afgano
Tras la invasión, Washington aseguró que iba a llevar el país hacia una “democracia occidental”, pero en realidad impuso un calco de las asambleas tribales afganas, repartiendo los escaños del Consejo Gubernamental según el mapa étnico y religioso del país. Fue el pistoletazo de salida para la formación de partidos de índole religiosa y la aprobación de una Constitución que dio al traste con muchos avances sociales —por ejemplo en el área de los derechos de la mujer— de la época de Sadam.
Es obvio que el experimento no funcionó. El poder del Gobierno sigue siendo extremamente frágil y depende del respaldo de las tropas norteamericanas. “Todo Iraq está bajo dominio de la Resistencia. Nadie puede salir de la ‘zona verde’ —el fuertemente vigilado barrio gubernamental—, ningún parlamentario puede andar por las calles de Bagdad”, se jacta Abu Mohamed.
Puede que exagere, pero incluso Robert Malley, que aboga por una prolongada presencia militar estadounidenses en Iraq, recuerda que la alianza entre las milicias Sahwa y las tropas norteamericanas no significa que los ex insurgentes reconozcan el Gobierno. “El trato se romperá si los partidos gubernamentales no aceptan un mayor reparto del poder”, predice Malley, que critica a Maliki por la condición confesional de su Gobierno, su renuencia a ceder el poder y su rechazo a un compromiso.
Tampoco está claro que dé resultado la última estrategia del general David Petraeus: cortejar a las tribus, término con el que se suelen describir los grandes clanes familiares. Muchos analistas norteamericanos critican que la ocupación no haya tomado en cuenta la sensibilidad tribal de los iraquíes para construir una estructura administrativa. Pero es dudoso que funcione este intento de copiar la táctica de Sadam Husein, quien ofrecía cuotas de poder a determinados cabecillas tradicionales para asegurarse su lealtad y contar con sus redes familiares. Aunque todo iraquí conoce su teórica filiación familiar o ‘tribal’, muy pocos hacen realmente caso a los jeques de los clanes. El poder de éstos depende, en realidad, del apoyo —social y sobre todo económico— que puedan ofrecer a sus allegados.
En otras palabras: fomentar el clientelismo de los jeques funcionará mientras se inyecte dinero a esta red, la actual estrategia de Petraeus. “Más que nada, las relaciones tribales son un pretexto para conquistar parcelas de poder”, asegura Kahtan Alani. “Muchas de estos extensos clanes incluyen tanto a chiíes como a suníes”, recuerda.
Sobran armas
La sensibilidad religiosa, la identidad ‘tribal’ y la propia inclinación política se superponen y hacen imposible dividir a la sociedad iraquí en simples bloques. Y a menudo, lo que a un joven le empuja a integrarse en una milicia, a favor o en contra de las fuerzas norteamericanas, no es una reflexión identitaria: con gran parte de las fábricas, los cultivos y servicios destruidos, con un paro que ronda el 60% y con la policía como única institución pública que ofrece puestos de trabajo, las opciones son escasas.
Abu Mohamed es optimista. “La Resistencia podría tomar cualquier ciudad pero no es nuestro proyecto: intentar mantener una ciudad significaría enfrentarse a la aviación y los bombardeos de civiles”, asegura. Añade que “las armas que dejó el régimen anterior son suficientes como para luchar durante décadas” y que muchos científicos e ingenieros de la industria militar creada por Sadam se han puesto al servicio de la Resistencia. “Desarrollan nuevas armas, modifican tuberías de agua y los convierten en misiles, los lanzan desde lomos de burros...” enumera.
Pero es inverosímil que la insurgencia baazista se pueda hacer con el poder en el caso de que se retirasen las tropas norteamericanas, ya que deberán enfrentarse entonces a la milicia Badr y el Ejército del Mahdi. Ambos tienen su retaguardia en Irán y se cree que Teherán financia a los dos para mantener, por una parte, su influencia en el Gobierno y, por otra, poder hostigar a las tropas estadounidenses. Aunque durante los ochenta, los chiíes iraquíes fueron fieles soldados de Sadam en la guerra contra Irán y la solidaridad entre la población árabe de Iraq y la persa de Irán tiene sus límites, el dinero iraní convertirá el sur de Iraq en un territorio sujeto a las influencias de Teherán.
"El panorama de una gran y devastadora guerra civil ha cedido al de una serie de guerras civiles más pequeñas"La inevitable batalla por Bagdad será larga. Los baazistas suníes pueden contar con las simpatías de Siria, donde el Baaz está en el poder, pero Damasco no cuenta con los inmensos recursos que puede movilizar Teherán. Además, el presidente sirio, Bashar Asad, evitará enfrentarse a su homólogo iraní, Mahmud Ahmadineyad, su único aliado en la región. Al menos, mientras Washington insista en aislar Damasco.
Dividir más y más
Una alianza entre Estados Unidos y Siria, el país menos integrista de todo Oriente Medio, cambiaría las tornas y podría sentar las bases para recuperar la sociedad laica de Iraq, poner en pie un Gobierno sin inclinaciones sectarias y frenar la influencia de la teocracia iraní. Pero es inverosímil que ocurra, porque haría inevitable negociar la paz entre Damasco y Tel Aviv y programar la devolución de los Altos de Golán, ocupados desde 1967 por Israel.
De momento, la apuesta de Washington parece ser la contraria: dividir más y más a la sociedad iraquí. “Antes teníamos miedo de que Estados Unidos enfrentara a los suníes con los chiíes. Pero ahora ha conseguido crear divisiones dentro de cada grupo. Hasta el bando suní gubernamental está dividido: las milicias Sahwa se cruzan acusaciones con Tariq Hashemí, líder del Partido Islamista Iraquí, que acaba de reintegrarse en el Gobierno de Maliki”, relata Alani. La influencia de Arabia Saudí, el país más fundamentalista de la región y el mejor aliado de Estados Unidos, contribuye a exacerbar las divisiones religiosas en Iraq.
“El resultado: el panorama de una gran y devastadora guerra civil ha cedido al de una serie de guerras civiles más pequeñas y más manejables”, resume Robert Malley.
Pero no está claro a dónde llevará la estrategia de Petraeus de financiar al enemigo para neutralizarlo. Entre 2003 y 2004, el general aplicó la misma táctica en Mosul y convirtió la ciudad en un aparente oasis de paz. Meses después, la policía iraquí, financiada y entrenada por Petraeus, se pasó con armas y bagajes a la insurgencia.
Sabemos dónde empieza el problema de Iraq, pero no dónde termina: ¿en Turquía, Irán, Siria, Arabia Saudi, Israel... o Estados Unidos? Ahí está el error: después de cinco años, EE UU sigue buscando la solucion fuera de Iraq. Así no soluciona el problema, sino que lo aumenta: la intervención de los vecinos nunca servirá porque cada uno busca sus propios intereses. A nadie le preocupa el pueblo iraquí, que sigue pagando un precio muy alto en sangre.
Todos sabemos —aunque no todos reconozcamos— que era imprescindible un cambio de régimen. Nadie negaría que el régimen pasado —así lo suelen definir los iraquíes: llamarlo régimen de Sadam sería personalizar demasiado— era una dictadura que gobernaba con mano de hierro y cometía mucho errores. Pero nunca quisimos que sucediera de esta manera; esperábamos que el país lo cambiaran quienes sufrían la dictadura, las guerras y el bloqueo, y no quienes vienen de Europa, Irán o Siria.
Cinco años después, los ocupantes no dominan el territorio; son los resistentes iraquíes los que lo dominan. Y en estos cinco años hemos probado casi todo: el primer presidente interino de Iraq, Ghazi Yawer, era árabe suní, su sucesor, Yalal Talabani, es kurdo, el primer ministro nombrado por EE UU, Iyad Alawi y sus sucesores Ibrahim Yafari y Nuri Maliki son chiíes... pero no hicieron nada para las víctimas ni para quienes sufrieron bajo el régimen anterior. ¿Por qué? Porque todos, poco más que títeres, hacen lo que piden las fuerzas de ocupación. El problema no es quién gobierna, sino cómo se gobierna.
La solución empieza en Iraq. Lo que necesitamos es reconciliarnos y perdonar para reconstruir la condición humana iraquí. Para creer el Estado de la ley y la democracia no importa si el que gobierna es chií, suní, kurdo, musulmán o cristiano: importa que sea un demócrata respaldado por el pueblo, no por el extranjero. Pero para llegar allí necesitamos liberarnos antes de liberar el país, deshacernos de las ideas de venganza que nos dominan antes de pensar en expulsar a las fuerzas ocupantes.
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