Israel dice no a Obama
La frágil luna de miel de Barack Obama con el Estado de Israel finalizó hace unos días, cuando el presidente norteamericano “se atrevió” a lanzar, desde Estambul, un llamamiento para la paz duradera en Oriente Medio; una paz inconcebible sin la existencia de dos Estados soberanos: uno, judío y otro, palestino.
Alea jacta est! Por vez primera, Obama hacía hincapié en la necesidad de reconocer el hecho diferencial palestino, las aspiraciones independentistas de un pueblo que, al igual que el judío en su momento, defiende su identidad nacional. Algo que, reconozcámoslo, el actual gabinete israelí no parece muy propenso a aceptar.
Conviene hacer memoria; las relaciones entre Barack Hussein Obama y los políticos hebreos se caracterizan por su ambigüedad. De entrada, los israelíes desconfiaron de este candidato de color, cuyo nombre les recordaba (¡ay, monomanía!) a… Saddam Hussein. Tal vez por ello uno de los primeros gestos simbólicos que acompañaron la nominación de Obama como candidato a la presidencia de los Estados Unidos fue un viaje relámpago a Jerusalén. Pocos días después de su regreso a Norteamérica, se celebró un cordial encuentro con los líderes del AIPAC, principal lobby judío estadounidense.
En la ciudad tres veces santa, Obama abogó en pro de la indivisibilidad de Jerusalén, capital del Estado judío. Durante la reunión con los directivos de AIPAC, el senador manifestó su alegría por sentirse “rodeado de amigos, de buenos amigos de toda la vida…”. Los israelíes desconfiaron de Obama, cuyo nombre les recordaba a Saddam Hussein Aun así, el establishment sionista no dudó en manifestar públicamente sus reservas ante el espectacular ascenso de un hombre en cuyo pasado se hallaba la perceptible huella del Islam. Las reticencias veladas se convirtieron en histerismo el pasado mes de enero, cuando el recién instalado presidente mandó su primer mensaje conciliador al mundo musulmán. Como si el deseo de la clase política estadounidense de buscar la convivencia con el Islam suponía una ruptura con el judaísmo o la mal llamada herencia judeo-cristiana de la civilización occidental.
Huelga decir que al malestar ya existente se suma otro factor clave: la innegable debilidad del macrogobierno liderado por Benjamín Netanyahu, que constituye, sin duda alguna, el conglomerado de corrientes más frágil de la historia política de Israel. En efecto, la presencia en el gabinete de media docena de agrupaciones de corte ideológico distinto, cuando no antagónico, se traduce por la asunción de numerosos compromisos que, a la hora de la verdad, podrían neutralizar la actuación del Ejecutivo. Cabe preguntarse si el propio Netanyahu no apostó por esta formula para bloquear cualquier intento de la Casa Blanca de poner sobre raíles un nuevo proceso de paz, más dinámico o más eficaz que los anteriores.