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El caos que viene Cuentos Populares Bereberes Defensa Siciliana

Uri Avnery
Uri Avnery
[Feb 2010]
Israel  columna 

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Dudas en Dubai

A veces me pregunto: ¿qué pasaría si todos los gobiernos del mundo decidieran abolir simultáneamente todos sus servicios de espionaje?

Para los autores y cineasta que viven de las historias de los servicios secretos sería un gran golpe. Sus productos perderían atractivo. Y sería un deastre para el inmenso ejército de hinchas que se atiborran de aventuras de espías, los consumidores entusiastas de libros y películas sobre superhéroes como James Bond y genios supertaimados como el Smiley de John Le Carré.

Pero cuál serían las desventajas reales si Washington dejase de espiar Moscú, Moscú dejase de espiar Washington y ambos dejasen de espiar Pekín? El resultado sería un empate. Se ahorrarían inmensas sumas de dinero, dado que gran parte de los esfuerzos de cualquier servicio de espionaje se dedica a obstruir las intrigas de la competencia. ¿Cuántas enfermedades se podrían vencer, cuánta gente hambrienta se podría alimentar, a cuántas personas iletradas se les podría enseñar a leer y escribir?

Los libros y filmes populares celebran los éxitos imaginarios de los servicios secretos. La realidad es mucho más prosaica y está repleta de fracasos reales.

Los dos desastres clásicos del espionaje ocurrieron durante la II Guerra Mundial. En ambos, los servicios secretos o bien asesoraron mal a sus jefes políticos, o los líderes no hicieron caso a sus informaciones correctas. En lo que a los resultados se refiere, da lo mismo.

Todos los espías fueron sorprendidos por la revolución de Jomeini, el colapso soviético, la caída del Muro...

El camarada Stalin estaba completamente sorprendido por la invasión alemana de la Unión Soviética, aunque los alemanes necesitaban meses para componer su inmenso ejército invasor. El presidente Roosevelt estaba completamente sorprendido por el ataque japonés contra Pearl Harbor, aunque en él participó el grueso de la armada japonesa. Los fracasos eran tan increíbles que los aficionados a las historias de espías han tenido que recurrir a teorías de la conspiracion para explicarlos. Una teoría dice que Stalin no hizo caso adrede a las advertencias porque pretendía sorprender a Hitler con un ataque propio. Otra asegura que Roosevelt prácticamente “invitó” a los japoneses a atacar porque necesitaba un pretexto para empujar Estados Unidos hacia una guerra nada popular.

Pero desde entonces, los fracasos se han sucedido. Todos los servicios secretos occidentales estaban completamente sorprendidos por la revolución de Jomeini en Irán, cuyas consecuencias aún hoy son titulares de la prensa. Todas estaban completamente sorprendidos por el colapso de la Unión Soviética, uno de los sucesos que definen el siglo XX. Estaban totalmente sorprendidos por la caída del Muro de Berlín. Y todos dieron información errónea sobre la bomba nuclear imaginaria de Sadam Hussein, que sirvió de pretexto para la invasión norteamericana de Iraq.

Ah, dice nuestra gente, eso es lo que pasa entre los goyim [no judíos]. Aquí no. Nuestros servicios secretos son imcomparables. El cerebro judío ha inventado el Mossad, que sabe todo y es capaz de todo (Mossad ―‘instituto’― es una abreviatura de ‘Instituto para Operaciones Especiales y de Inteligencia’).

¿Realmente? Al declararse la guerra de 1948, todos los jefes de nuestros servicios secretos informaron de forma unánime a David Ben-Gurión que los ejércitos de los estados árabes no intervendrían (afortunadamente, Ben-Gurión rechazó este análisis). En mayo de 1967, todos nuestros servicios secretos estaban totalmente sorprendidos por la concentración del ejército egipcio en Sinaí, el paso que llevó a la Guerra de los Seis Días (nuestros jefes espías estaban convencidos de que el grueso del ejército egipcio estaba ocupado en Yemen, donde se desarrollaba una guerra civil). El ataque egipcio-sirio el día de Yom Kippur, en 1973, sorprendió totalmente a nuestros servicios secretos, aunque había montones de avisos previos.

Los servicios secretos estaban completamente sorprendidos por la primera intifada, y luego por la segunda. Estaban completamente sorprendidos por la revolución de Jomeini, aunque (o porque) estaban profundamente engarzados en el régimen del sah. Estaban completamente sorprendidos por la victoria de Hamás en las elecciones palestinas.

La lista es larga y nada gloriosa. Pero en un campo, o eso dicen, nuestro Mossad se porta como nadie: en los asesinatos (perdón: “eliminaciones”).

Munich, la película de Steven Spielberg, describe el asesinato (“eliminación”) de altos cargos de la OLP tras la masacre de los atletas en los Juegos Olímpicos. Como obra maestra del kitsch sólo se puede comparar con el filme Exodus, basado en el libro de Leon Uris, igualmente kitsch. Los diplomáticos de la OLP que el Mossad asesinó tras la masacre de Munich no tenían vínculos con la acción

Tras la masacre (cuya responsabilidad central se debe achacar a la policía de Baviera, incompetente e irresponsable), el Mossad, por orden de Golda Meir, mató a siete altos cargos de la OLP, causando gran alegría entre el público israelí, sediento de venganza. Casi todas las víctimas eran diplomáticos de la OLP, los representantes civiles de la organización las capitales europeas, que no tenían vínculos directos con las operaciones violentas. Sus actividades eran públicas, trabajaban en oficinas normales y vivían con sus familias en edificios residenciales. Eran blancos quietos, como los patos en un campo de tiros.

En una de las acciones ―que se parece al último caso―, un camarero marroquí fue asesinado por error en la ciudad noruega de Lillehammer. El Mossad creyó, erróneamente, que era Ali Hassan Salameh, un alto cargo de Fatah que servía de contacto con la CIA. Los agentes del Mossad, entre los que había una rubia con glamour (siempre hay una rubia con glamour), fueron identificados, arrestados y condenados a largas penas de prisión (pero liberados muy pronto). El verdadero Salameh fue “eliminado” más tarde.

En 1988, cinco años antes de los Acuerdos de Oslo, Abu Jihad (Khalil Wazir), el número dos de Fatah, fue asesinado en Túnez ante los ojos de su mujer y sus hijos. Si no le hubieran matado, hoy probablemente sería el presidente de la Autoridad Palestina, en lugar de Abu Mazen (Mahmud Abbas). Habría gozado entre su gente del mismo prestigio que tenía Yasir Arafat, quien, muy probablemente, fue matado con un veneno indetectable.

El fiasco que más recuerda la última acción fue el atentado del Mossad contra la vida de Khalid Mishal, un alto cargo de Hamás, por orden del primer ministro Benyamin Netanyahu. Los agentes del Mossad lo emboscaron en una calle principal de Ammán y le rociaron el oídocon con una toxina nerviosa que lo habría matado sin dejar rastro. Fueron atrapados en el acto. El rey Husein, el principal aliado de Israel en el mundo árabe, se puso lívido y proclamó un ultimátum furioso: o Israel entregaba inmediatamente el antídoto del veneno para salvar la vida de Mishal o los agentes del Mossad serían ahorcados. Netanyahu, como de costumbre, cedió. Mishal se salvó y el gobierno israelí, como propina, liberó de la cárcel al jeque Ahmed Yassin, el principal jefe de Hamás. Fue “eliminado” más tarde por un misil.

Durante las últimas dos semanas, un diluvio de palabras ha cubierto el asesinato de Mahmud Mabhuh, otro alto cargo de Hamás, en Dubai.

Israel estuvo de acuerdo, desde el primer momento, en que se trataba de un trabajo del Mossad. ¡Qué eficacia! ¡Qué talento! Cómo podían saber, con tanta antelación, cuándo el hombre viajaría a Dubai, qué avión tomaría, en qué hotel se alojaría. ¡Qué precisión a la hora de planificar!

Los ‘corresponsales militares’ y los ‘corresponsales de asuntos árabes’ en la televisión estaban radiantes. Sus caras decían: oh, si el material no estuviera embargado... ay, si pudiera contaros lo que sé... ¡Sólo puedo decir que el Mossad ha vuelto a demostrar que su largo brazo llega a todas partes! ¡Vivid aterrados, enemigos de Israel!

Cuando el problema se convirtió en algo obvio y las fotos de los asesinos aparecieron en la televisión en todo el mundo, el entusiasmo se enfrió, pero sólo un poco. Se empleó una vieja y eficaz táctica israelí: tomar algún detalle marginal y discutirlo apasionadamente, sin hacer caso al asunto central. Concentrarse en un árbol concreto y desviar la atención del bosque. Israel emplea una vieja táctica: discutir un detalle marginal para desviar la atención

De verdad ¿por qué los agentes utilizaban los nombres de personas reales que viven en Israel y tienen doble nacionalidad? ¿Por qué, entre todos los pasaportes posibles, escogieron los de países amigos? ¿Cómo podían estar seguros de que los dueños de estos pasaportes no estarían de viaje en el extranjero en el momento crítico?

Además ¿no sabían que Dubai está lleno de cámaras que grabarían todos sus movimientos? ¿No previeron que la policía local sacaría las filmaciones del asesinato con casi todos sus detalles?

Pero eso no causó mucha polémica Israel. Todo el mundo entendió que Gran Bretaña e Irlanda estaban obligados a protestar, pro forma, pero que no era más que un paripé. Entre bambalinas hay estrechos vínculos entre el Mossad y los demás servicios secretos. Algunas semanas más tarde, todo se olvidará. Así es como funcionó en Noruega tras el caso de Lillehammer, así funcionó en Jordania tras el asunto Mishal. Protestarán, habrá reprimendas, y eso es todo. Así que ¿qué problema hay?

El problema es que el Mossad en Israel actúa como un reino de taifa independiente que no atiende a los vitales intereses estratégicos y políticos a largo plazo de Israel y goza del respaldo automático de un primer ministro irresponsable. Es, como se dice en inglés, un “cañón suelto”, el cañón de un galeón que se ha soltado de sus amarres y va rodando por la cubierta, aplastando a cualquier marinero desgraciado que encuentra en su camino.

Desde un punto de vista estratégico, la operación de Dubai causa un daño grave a la política del gobierno, que define la putativa bomba nuclear iraní como una amenaza existencial para Israel. La campaá contra Irán ayuda a desviar la atención del mundo de la ocupación continua y los asentamientos, e induce a Estados Unidos, Europa y otros países a bailar al son que tocan. El Mossad actúa como un reino de taifa independiente pero goza del respaldo automático de un primer ministro irresponsable

Barack Obama está en el proceso de intentar establecer una coalición mundial para imponer “sanciones debilitadoras” contra Irán. El gobierno israelí le sirve ―voluntariamente― como un perro gruñidor. Obama dice a los iraníes: Los israelíes están locos. Podrían atacarles a ustedes en cualquier momento. Los estoy reteniendo con gran esfuerzo. Pero si ustedes no hacen lo que les digo, soltaré la correa y entonces, ¡que Alá se apiade de sus almas!

Dubai, un país del Golfo frente a Irán, es un componente importante de esta coalición. Es un aliado de Israel, similar a Egipto o Jordania. Y aquí viene el mismo gobierno israelí y lo deja malparado, lo humilla y hace surgir entre las masas árabes la sospecha de que Dubai colabora con el Mossad.

En el pasado dejamos malparado a Noruega, pusimos furioso a Jordania, ahora humillamos Dubai. ¿Es inteligente? Pregunten a Meir Dagan, al que Netanyahu acaba de acordar un octavo año en el cargo como jefe del Mossad, algo casi sin precedentes.

Tal vez el impacto de la operación sobre nuestra posición en el mundo es aún más significativo.

Hace mucho tiempo era posible pasar de este aspecto. Que los goyim digan lo que quieren. Pero desde la operación Plomo Fundido, Israel se ha vuelto más consciente de sus implicaciones de largo alcance. El veredicto del juez Goldstone, los ecos de los travesuras de Avigdor Lieberman, la creciente campaña mundial para boicotear Israel... todo tiende a sugerir que Thomas Jefferson no estaba desvariando cuando dijo que que una nación no se puede permitir ignorar la opinión de la humanidad.

El asunto de Dubai refuerza la imagen de Israel como un estado matón, una nación canalla, que trata la opinión pública del mundo con desprecio, un país que hace una guerra de criminales, que manda escuadrones de la muerte al extranjero, al estilo de la mafia, una nación paria que la gente de buena conciencia debería evitar.

¿Valía eso la pena?