Después de dos décadas sin poder hacer las películas que desea, una cineasta regresa a su Siria natal para hacer realidad todas sus ilusiones frustradas, plasmándolas en una sola película.
Éste es el argumento central de Yo soy la que lleva flores a mi tumba, el filme con el que se dio a conocer internacionalmente Hala Alabdalla (Damasco, 1956), una de esas sorprendentes directoras que recuerdan que en Oriente Medio todavía queda mucho por ver.
Licenciada en Ingeniería Agrónoma en Damasco y posteriormente graduada en Estudios Cinematográficos y Audiovisuales en París, Alabdalla trabajó con anterioridad en la producción de películas documentales y de ficción como guionista, co-realizadora y colaboradora. Yo soy la que lleva flores a mi tumba fue su debut junto a Ammar Albeek, y posteriormente ha dirigido títulos como Ei, no te olvides el comino y El dibujo de todas las mañanas del mundo.
Alabdalla, que lleva viviendo en París desde 1981, es miembro fundador de la productora siria Ramad Films. La semana pasada estuvo en Sevilla como invitada del ciclo que la Fundación Tres Culturas dedica estos días a su país.
La realidad siria es bastante desconocida en España. ¿Qué podemos aprender de su país a través del cine?
En mis películas vamos a ver mujeres que sufren, pero que también saben resistir. Mujeres que saben estar en la vida, siendo positivas y alegres, aunque tengan una herida en su interior, porque son como el país. Así es Siria.
Su película Yo soy la que lleva flores a mi tumba, ¿hasta qué punto es autobiográfico, o inspirado en historias reales?
En realidad fue el regreso de mi marido, que había permanecido exiliado durante cinco años en Francia, lo que me prestó los materiales para armar la historia.Yo ya había hecho varias cosas en el cine, pero todavía nada realmente personal. Sentí que el tiempo pasaba y que me acercaba a la cincuentena, así que decidí hacerme a mí misma un regalo de cumpleaños.
¿Cine y mujer son dos términos alejados en su país?
No creas, hay bastantes mujeres que hacen televisión, que dirigen culebrones, también hay muchas actrices, y naturalmente directoras, productoras, técnicos… Hay gente como Waha Alraheb o Hala Mohammad haciendo cosas muy interesantes.
¿No hay dificultades, entonces, para trabajar en igualdad de condiciones?
No, no especialmente. Es muy difícil hacer cine, en general hay mucha burocracia y todo tipo de trabas, pero también para el hombre. Hemos alcanzado la igualdad de problemas para unos y otros.
¿Y cuáles son los temas que interesa abordar en este momento a los hombres y mujeres del cine sirio?
Durante mucho tiempo se ha trabajado sobre el tema de Palestina, con todas las dificultades políticas que eso conlleva. Es difícil criticar y arrojar luz sobre esa cuestión, hablar de la ocupación, la liberación y la democracia en territorio palestino. Hay otros filmes que hablan de historia, por ejemplo del Imperio Otomano o la ocupación francesa… Pero desde hace unos quince años ha ido desarrollándose lo que hoy llamamos cine de autor. Éste permite que un cineasta, a través de los recuerdos de infancia o los relatos de su familia, pueda abordar muchos aspectos de su país. Sin embargo, es muy difícil hacer cine abordando directamente problemas políticos o sociales, o hablar de la vida cotidiana en Siria. Eso hace que nuestro cine esté lleno de claves y de símbolos.
¿Cómo es la convivencia del cine sirio con los vecinos jordanos, egipcios o israelíes?
Considero que no hay un cine interesante en este momento en Jordania. En Egipto algo más, lo mismo en Líbano y Siria, tampoco mucho… Pero desgraciadamente los actores no trabajan tanto para el cine como para la televisión, y las posibilidades de proyectarse hacia fuera pasan por los festivales internacionales. Las producciones árabes no se pueden ver fácilmente en países árabes: cuesta mucho que un filme sirio se pueda ver, por ejemplo, en las salas egipcias.
En Europa ya se ha instalado la idea de que es imposible hacer cine sin coproducir.
Sí, yo vivo en Francia y conozco cómo se trabaja aquí. El Ministerio de Cultura ayuda al cine con medios técnicos y económicos, e incluso coproducen filmes de países árabes. Hay otros países europeos que también lo hacen, como Holanda, los países escandinavos —sobre todo Suecia— y hay instituciones europeas que ayudan especialmente al cine árabe. Por desgracia, entre los propios países árabes no existe ese clima de colaboración, y en consecuencia la calidad se resiente.
¿En qué espejos se mira, qué modelos tiene más presentes?
No me gusta el cine tradicional. Por ejemplo, Almodóvar me gustaba antes más que ahora. Me gusta más el cine que se mueve, que avanza y que cambia constantemente. El iraní, por ejemplo, o el joven cine francés. No puedo decir que sea fiel a tal cinematografía o tal realizador. He trabajado con muchos realizadores franceses, sirios, libaneses, y cuando hice mi película lo que más me gustó es que me dijeran que no se parecía a ningún otro cine, porque yo tenía muy presentes mis propias experiencias. No hay modelo a imitar, salvo el experimental. Lo que he intentado siempre es no repetirme y avanzar.
¿No se fija en Hollywood, ni siquiera el cine independiente americano?
No, en absoluto. Me interesa verlo, pero no es un modelo para mí. Aquello es otra cosa. Aunque trabajo y vivo en Francia, mi cabeza sigue estando en Siria.
Y la religión, ¿tiene influencia en su trabajo cotidiano?
No, para mí ahora la religión es una expresión política. La gente no se siente directamente vinculada a la religión, sino que su discurso circula a través de la política. Más que un estado espiritual, es un régimen. Así la entiendo. Hace años, esa palabra ni siquiera existía en la vida cotidiana, pero hoy lamentablemente está instalada en la vida cultural y política.
¿Cree en el poder de las películas para cambiar la sociedad?
¡Desde luego! El cine documental, por ejemplo, es una absoluta necesidad, sobre todo en países como los nuestros. Es imprescindible para mover el mundo, para tratar de cambiar la mentalidad de la gente y fomentar su rebeldía. Es una herramienta de transformación de la sociedad.
¿Es hoy París, Francia, un buen lugar para un sirio?
Claro que sí, puedo vivir perfectamente en Francia, pero no me considero francesa, porque nunca olvido que mis raíces están en Siria. París es sobre todo una ciudad culturalmente muy rica. Me siento feliz allí porque es una ciudad muy libre, pero para disfrutar de ella hace falta tener dinero. Para mí es una suerte poder trabajar entre París y la región que amo, mi región.
Y Damasco, ¿es hoy una buena ciudad para vivir?
Sí, sin duda. Todavía estoy allí. París es mi lugar de residencia y la ciudad donde crezco, pero mis “cabellos blancos” están todavía en Damasco.
¿Puede imaginar cómo será Damasco dentro de veinte años?
Hay una juventud que trabaja y apuesta por el progreso. Es la lógica de la vida que se desarrolle. Tengo mucha fe en la gente joven y en el futuro, y plena confianza en las bellas cosas que serán capaces de hacer.
¿Cambia su visión cuando la mira desde París?
La veo como una ciudad muy bella, seguramente más de lo que es en realidad. Sabes que la vida allí tiene muchas dificultades, pero en la distancia se percibe como una ciudad magnífica, que adoro.