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Literatura Novela 
Malika Mokeddem | Je dois tout à ton oubli
[Grasset & Fasquelle, Francia, 2008]
Debo todo a tu olvido
Pilar Jimeno Barrera   (Traducción) · Alianza (Selección)

Malika MokeddemRebelde a toda costa. Así se presenta la escritora argelina Malika Mokeddem (Kenadsa, Argelia, 1949) a través de los personajes femeninos de sus novelas, a menudo imbuidos de cierto tinte autobiográfico.

Nacida en una desértica región argelina, fronteriza con Marruecos, en una familia tradicional y modesta, Mokeddem se fue abriendo vía estudiando medicina en Orán y luego en París. Dejó Argelia en 1977 para trabajar como médico en Montpellier, aunque dejaría el oficio en 1985, para dedicarse a tiempo completo a la literatura.

La escritora ha obtenido varios premios, entre ellos el Littré (1991) por Les hommes qui marchent y el Mediterranée (1994) por L’interdite. En España, sus obras se han difundido con casi una década de retraso, y dispersas por varias editoriales: Los hombres que caminan, El siglo de las langostas y La prohibida en Txalaparta, El desconsuelo de los insumisos en El Cobre, Sueños y asesinos en Destino y, finalmente, Debo todo a tu olvido en Alianza.

Las obras de Mokeddem son todo un contrapunto a la literatura orientalizante sobre el Magreb, tan frecuente en autores europeos: las novelas de esta escritora no rehuyen las durezas de la realidad, las miserias de la familia magrebí, el aire agobiante de un país atrapado entre un gobierno corrupto y una sociedad incivil, cada vez más hipócritamente piadosa.

Debo todo a tu olvido es un excelente ejemplo de esta literatura realista, en la que se combinan denuncia social y búsqueda interior. Selma Mufid, médico en una ciudad del sur de Francia, cuarenta y muchos años, una mujer de vuelta de muchas cosas, que ha dejado atrás un país, algún amante, una familia de la que no quiere saber mucho, se da cuenta un día de que no puede dejar atrás los fantasmas de su infancia. Y para enfrentarse a ellos debe volver a donde nació, sentarse delante de su madre, romper ese muro de metacrilato que los incomunica desde siempre, saber.

MediterráneoSur publica el primer capítulo de la novela por cortesía de la editorial Alianza. Además, ha publicado una reseña de Debo todo a tu olvido: Lucha de titánides [Oct 2010]

[Ilya U. Topper]

 

Debo todo a tu olvido



Ese viento maldito



La mano de la madre que se apodera de una almohada blanca, le tapa la cara al recién nacido, tendido en el suelo junto a la tía Zahia, y aprieta. Esa mano firme que mantiene la presión. Los espasmos casi imperceptibles del pequeño, fajado desde de las axilas hasta los pies. El grito mudo de los ojos de Zahia que parece paralizarlo todo.

Selma se estremece. ¿Es una pesadilla? ¿Se habrá adormecido, ella, la insomne? ¿Después de lo que le ha pasado por la tarde? ¿De dónde surge esa visión demoníaca? Irritada, escucha el bramar de la tramontana en los robles, mira el crepitar de las llamas en la chimenea, se levanta, echa un tronco más, se sirve un whisky e intenta calmarse. Más tarde se tomará un somnífero.

Expectante, se sienta en el brazo de un sillón. En seguida le vuelve a la mente la violencia de la madre con la almohada, el estremecimiento del cuerpecillo fajado, la mirada de la tía Zahia… Son imágenes de una nitidez, de una intensidad sorprendente. La escena se amplía. Una estufa negra ronronea. El suelo es de tierra apisonada. El viento, áspero, se abalanza contra la puerta, la acribilla, hace que la arena se filtre por las rendijas.

Selma abre los ojos de par en par, mira la chimenea de hierro fundido que resuena al ritmo de la tormenta nocturna, oye rugir el viento de arena en la tramontana. «Tremendo… ¿Estaré delirando?» ¿Por qué le afecta tanto la pérdida de la paciente? Las circunstancias de su muerte, es verdad, son sobrecogedoras. La imagen de la mujer, viva, le procura un momento de calma. Selma vuelve a verla, alegre y regordeta. Oye al marido, que la llama «pichoncito mío». Pichoncito le va de maravilla, se dice Selma al ver cómo anda.

Era la paciente que le habían enviado porque había sufrido un síncope quince días antes. La doctora Selma Mufid le colocó un holter ayer y debía habérselo retirado hoy. Los antecedentes familiares eran alarmantes: tenía dos hermanos que fallecieron de repente, en torno a los cuarenta años, lejos de Montpellier, de modo inexplicable. La mujer, que hasta entonces no se había preocupado, acabó por obedecer las órdenes de su médico, aunque descartó una hospitalización inmediata y prefirió esperar los resultados de los primeros exámenes. El electrocardiograma no había reflejado más que un supradesnivel del segmento ST y un bloqueo de rama derecha. La ecocardiografía no reveló nada que resultara muy alarmante. Sin embargo, en esos casos es preceptivo registrar la actividad cardíaca durante un nictémero, el ciclo biológico de veinticuatro horas, ya que eso permite descubrir posibles alteraciones del ritmo que, por transitorias que sean, no dejan de sugerir un pronóstico preocupante.

Cuál no sería la sorpresa de la doctora Selma Mufid al encontrarse a primeras horas de la tarde al marido, solo, con gesto consternado, los ojos enrojecidos y el holter en la mano: «Doctora, mi mujer ha muerto esta noche. El médico del SAMU me ha dicho que con esto podrá usted explicarme lo que le ha pasado».

Petrificada, Selma Mufid tartamudea: «Pero, ¿cómo es posible?», antes de mirar el instrumento con repulsión. Si la causa del fallecimiento es cardíaca, entonces sí, la explicación está en esa caja. Para empeorar aún más las cosas, Selma Mufid no tardó en comprender que quizá el holter, cuya finalidad es simplemente diagnóstica, había contribuido al desenlace fatal.

Cuando, de noche, lo despertó un «ronquido anómalo» de su mujer, el marido se contuvo para no zarandearla ni encender la lámpara de cabecera. «Por el aparato. Para no alterar o modificar el trazado de su reposo.» Al parecer, aunque el ronquido le molestaba, también le daba seguridad. Su mujer estaba tan tranquila que nada, ni siquiera la complicación que suponían los electrodos, turbaba su sueño. Dormía más profundamente que nunca. Entonces el marido se levantó, fue al salón a fumarse un cigarrillo y estuvo viendo la televisión unos veinte minutos. Al volver a la habitación, el desacostumbrado silencio le pareció sospechoso y acabó por encender la luz. Su mujer ya no respiraba.

Irremediablemente, el médico del SAMU llegó demasiado tarde.

Mientras su interlocutor se perdía en lamentaciones, la doctora Selma Mufid extrajo impaciente la grabación, la visionó y descubrió las salvas de extrasístoles ventriculares responsables del fallecimiento. La muerte grabada. Síndrome de Brugada, sin duda alguna. Lo que el marido había tomado por ronquidos anómalos eran los estertores de la agonía. ¿Se habría salvado la mujer si el marido se hubiera dado cuenta? Es tan poco lo que se puede hacer en caso de parada cardíaca cuando no hay cerca un desfibrilador…

Con un sollozo ahogado, el hombre sacó su móvil, lo abrió y se lo tendió a la doctora: «Mire, justo después de arreglarla, hace un momento… con el vestido de novia». Al ver la foto, una mano helada le oprimió el corazón. Selma sintió que se desmayaba y se apoyó en la mesa del despacho, hipnotizada por la foto: el vestido era de tubo y se ensanchaba a partir de las rodillas. Pero se lo habían recogido alrededor de las piernas, ocultándole además los pies, de manera que la difunta, a todas luces más envuelta que el día de su boda, parecía fajada de blanco, como los niños de pecho que Selma había visto de pequeña, allá en el desierto. Además, con la tez sonrosada y el pelo fino y corto, el parecido era impresionante. Aquella evocación provocó que, de repente, algo se removiera en Selma; hipnotizada por la imagen, no pudo explicarse la causa del vértigo.

 

La noche anterior había hecho todo lo posible para no perder la paciencia ante la cantidad de álbumes familiares que le había pasado una de sus colegas. Aquella abundancia de fotos le hizo darse cuenta de que, sin contar los retratos de su padre y de Faruk, ambos desaparecidos, no tenía ni una sola imagen de sus veinte años de vida en Argelia. ¿Había aceptado alguna vez ponerse delante de una cámara? Después de mucho pensar, acabó por acordarse de dos fotografías que todavía estaban en casa de la madre. Una de ellas, durante la infancia; seguramente necesaria para expedir algún documento de identidad durante la guerra. La segunda, de la inauguración de su instituto, justo después de la independencia de Argelia. Selma al lado de Ben Bella, que «descendió» al desierto en aquella ocasión. Vestida con los colores de la bandera argelina, era la única chica delante de la multitud de muchachos.

Selma había apartado la vista del repertorio de fotos de su colega. En un intento desesperado, se había aventurado a sustituirlo por rostros de su infancia y adolescencia. Pero le parecieron oscuros y desdibujados. Un paisaje humano que se vuelve impreciso con la luz ardiente del desierto. O con el veto del recuerdo. Selma se apresuró a borrar de su memoria aquella decepción.

Al apartar la mirada de la foto, Selma volvió a ver el holter que estaba en la mesa. Con un gesto de exasperación, lo alejó de su vista. Aquel instrumento desgraciado parecía emitir ondas funestas.

Después rodeó la mesa, se dejó caer en el sillón y miró fijamente la ventana. Sólo se enmarcaban en ella la parte alta del edificio de enfrente y el cielo. Sin árboles ni vegetación, nada reflejaba los aullidos del viento.

Cuando la doctora Selma Mufid se dio cuenta de que la difunta tenía diez años menos que ella y pensó que, desde que le dio el síncope, había dormido en su casa sin vigilancia médica alguna y se había despertado por las mañanas «como una rosa», según el marido, la recorrió un escalofrío. Había bastado con que la mujer acudiera a su consulta y se marchara con los electrodos en el corazón para que una muerte súbita le segara la vida mientras dormía. Selma no pudo evitar ver en esa muerte una acusación contra el cuerpo médico: ¿Por qué no la habían examinado antes de los cuarenta, edad fatídica para sus hermanos? Era una negligencia.

Sin embargo, de no ser para conectarla enseguida a una pantalla, tenerla en el hospital quizá no habría sido suficiente para salvarla. En una habitación individual, de noche, las alteraciones graves del ritmo cardíaco habrían pasado desapercibidas y su muerte no se habría descubierto hasta la mañana siguiente. Sin tener en cuenta todas las argucias, los artificios de que se vale la muerte para clavar el dardo en el inflado ego del cuerpo médico. Dentro del recinto hospitalario. En pleno corazón de la ciencia.

Esa tarde, al salir del hospital, Selma renunció al largo paseo habitual que la descargaba del peso del día. Buscó en el cielo, sin encontrarlo, el azul del desierto, el abismo sobre la arena. No era nostalgia. Por nada del mundo volvería a vivir en el desierto. ¿No sería por miedo a que se desataran contra ella los torbellinos del pasado? Sin aliento, necesitó toda su energía para ir a buscar lejos, muy lejos, un poco de aire con que recuperarse.

Pero el indefinible malestar de Selma persistió y la obligó a correr para aislarse en el silencio de su casa. Una vez allí, avivó el fuego. Se había arrodillado delante de la chimenea cuando la visión se impuso con violencia.

Selma intenta recordar de nuevo la mirada risueña de su paciente. La foto del móvil la eclipsa enseguida y se superpone a la imagen del bebé fajado. Entonces repasa una y otra vez esa película muda: la mano de la madre, la violencia, los espasmos del recién nacido, la angustia en la mirada de Zahia. El encadenamiento de imágenes paraliza a Selma. La mano de la madre adopta la forma de las grandes arañas que anuncian el viento de arena. Hace tiempo, su brusca aparición en la pared encalada producía el mismo efecto en Selma.

¿Qué ha hecho para olvidar esa escena durante tantos años? La pregunta apenas aflora. A Selma la domina ya aquello de lo que había huido y que surge de repente con toda su fuerza.