Hay fichas de literatura que no categorizan a Driss ben Hamed Charhadi, autor de Una vida llena de agujeros, como escritor sino como narrador oral: era analfabeta. Así lo asegura en el prólogo el coautor de la novela, Paul Bowles. La autoría pertenece, pues, a un dúo de creadores: uno que inventa y narra y otro que escribe. Como debemos suponer que es habitual en las obras literarias creadas por dos autores bajo un seudónimo común (y como incluso se ha supuesto a veces para algunos libros del nunca del todo desenmascarado autor B. Traven). Bowles, de todas formas, asegura que se ha limitado a grabar y traducir más o menos literalmente lo que Charhadi le fue narrando en una serie de sesiones en la casa del escritor norteamericano en Tánger, sin cambios y sin aportaciones propias. Algo difícil de comprobar cuatro décadas después: prácticamente todo lo que sabemos sobre Driss ben Hamed Charhadi es lo que dice de él Bowles en el prólogo, y es prácticamente nada.
La solapa del propio libro aporta algunos datos sueltos: su verdadero nombre, Larbi Layachi, su fecha y lugar de nacimiento (Menarbía, Rif, 1937) y el que más tarde habría emigrado a California, donde moriría en 1986. Poco antes publicó dos libros más, uno sobre los círculos norteamericanos de Tánger (Tennessee Williams, el propio Bowles) y una novela que recoge un ambiente muy similar al de Una vida llena de agujeros; debemos imaginar que llegaron a las editoriales siguiendo el mismo patrón. De todas se forma un perfil de un marroquí de clase baja que trabajaba como empleado de casa para varios personajes extranjeros de Tánger.
Probablemente sea cierto: no parece que Bowles haya inventado él sólo la figura y la narración de Driss ben Hamed Charhadi. Es demasiado auténtico. Es un Marruecos mucho más auténtico que el que Bowles trasmite en sus novelas. Tiene el innegable sabor de lo vivido sin reflexión: el narrador no explica sus actos, ni los de los demás: los constata. No asume en ningún momento que robar alambre de cobre de un almacén es un delito y como tal moralmente reprobable, pero tampoco lo justifica. En este sentido, se asemeja a una película muda. Y esta inmediatez documental compensa la falta de argumento, la falta de una correcta elaboración de personajes, la falta de todo lo que convierte una narración (auto)biográfica en literatura.
No toda la obra tiene el mismo sabor desgarrado, duro, opresivo del capítulo “El cable”, cedido por la editorial Capitán Swing a M'Sur para su publicación. Aunque nunca se ausenta del todo la sensación de precariedad, de hambre latente, de un deseo de pasar a través de la pared hacia otra vida distinta, con menos agujeros, también hay pasajes más relajados, aunque siempre bajo la sombra de la austeridad emocional: ni cuando el narrador se enamora llega a hablar de sentimientos.
Cabe lamentar que Bowles haya optado, en su obvio afán de buscar el exotismo para el lector norteamericano, por mantener la palabra árabe 'Allah' (Alá en la versión española) en lugar de traducirla: una frase tan común como "gracias a Dios" se convierte así en una herramienta para crear un ambiente ajeno, orientalista, islámico, algo que Bowles sin duda buscaba, pero que chirría ante la obvia constatación de que la religión islámica es totalmente ausente de la obra: el narrador no tiene ninguna relación personal con mezquitas, rezos o siquiera el ayuno de ramadán. Algo que no hace más que subrayar la autenticidad de la obra.
Aparte ciertos toques debidos a la época colonial —los apellidos franceses de los altos cargos, que hoy serían reemplazado por árabes, sin que por lo demás cambiase demasiado—, la novela no ha perdido mucha actualidad en los 38 años que han pasado desde su primera publicación. La vida de un marroquí de clase baja criado en los arrabales de Tánger podría volver a desarrollarse exactamente así, saltando a trompicones por una vida llena de agujeros.
[Ilya U. Topper]
MediterráneoSur ha publicado asimismo una reseña del libro: Marruecos en lata [Ago 2012]
El cable
(Páginas 153-172 de la novela)
Un día, en el mes del ramadán, Moreno y yo nos
fuimos a Mogoga. Nos encontramos con un almacén. Había pertenecido a una compañía francesa. Ahora se
habían ido y el lugar estaba cerrado. Pasamos por delante
del almacén y le dije: Tenemos que ver lo que hay dentro.
Y él dijo: Vamos a entrar.
Y nos acercamos y empujamos la puerta. Como no se
abría, la partimos. Una vez rota, entré yo primero y él me
siguió.
¿Qué es eso?
Cable.
¿Para qué sirve?, le pregunté.
Nos lo llevaremos. Luego averiguaremos para qué sirve.
Cogí un trozo y lo miré. Era de cobre.
Si tenemos que venderlo vámonos ahora, dije. Encontraremos un comprador y volveremos luego a por el cable.
Vale.
Salimos del almacén con el trozo que yo había cogido y
lo llevamos al Fonduq Waller. Allí se lo enseñamos a un
hombre. Lo miró y dijo que nos lo compraría. Está bien,
dijo, ¿podéis traérmelo mañana? Le contestamos que sí.
A la mañana siguiente salimos a las diez y media. Llegamos al almacén y sacamos varios rollos de cable. Enseguida los llevamos alfonduqy conseguimos el dinero.
Otro día volvimos al almacén de Mogoga, llenamos varios sacos con los rollos de cable y los llevamos afuera. Moreno buscó un taxi, lo cargamos hasta arriba de sacos y lo
enviamos al Fonduq Waller. Luego, continuamos sacando
rollos y apilándolos junto a la puerta. Cogimos todo el cable
que necesitábamos para ese día.
Crucé la calle para ir a lavarme las manos en una fuente. Esperábamos a que volviera el taxi para cargarlo otra
vez de sacos. Mientras estaba en la fuente, una chica miró
por la ventana de la casa de arriba. No dejaba de mirar.
Entonces me dijo:
¿Qué estás haciendo?
Nada. Sólo me lavo las manos.
La chica bajó hasta la puerta. Moreno la vio allí, se dio
la vuelta y echó a correr. Entonces la chica entró en la casa
y llamó a su padre. La compañía le pagaba para vigilar el
almacén. Bajó el padre.
¿Qué haces aquí?, me preguntó.
Nada, no hago nada. Estoy aquí, simplemente.
¿Quién ha sacado todo eso del almacén?
No tengo ni idea.
La chica dijo: ¡Había otro con él! Se ha ido corriendo por allí.
Al oír esto, el hombre echó a correr hacia donde su hija
le había señalado. Yo no me moví. Era el ramadán, y muchas personas iban de un lado para otro. Si Moreno se hubiera quedado conmigo no habría pasado nada. Pero se
había puesto a correr a las diez y media de la mañana. Y el
hombre lo cogió y lo trajo hasta donde yo estaba. Un montón de gente se paró a mirar la escena. El hombre llamó
enseguida a unos policías. Vinieron y se nos llevaron a los
dos, a Moreno y a mí, en un coche a la comisaría.
El taxista volvió al almacén, tal como le habíamos pedido.
Pero lo único que encontró fue a una multitud discutiendo
en la calle. La chica lo vio y gritó: ¡Ése es el hombre que iba
con ellos! Los policías lo llevaron también a la comisaría y
me hicieron hablar con él. Luego, lo dejaron marchar.
La primera noche estuve en una celda yo solo, y Moreno
en otra diferente. Nunca se sabe qué hora es en la comisaría.
Todos se habían ido excepto el guardián. Pensé que serían
alrededor de las nueve. Llamé al guardián y estuvimos hablando un rato. Luego le dije: Hace frío aquí. ¿No sería mejor que fuera a la celda de mi amigo y me quedara con él?
Unos instantes después me abrió la celda de Moreno.
Pasa, dijo, ve con tu amigo.
Entré.
¡Ahilan, Moreno! ¿Tienes un cigarrillo?
No. Lo que tengo es kif, si quieres.
Pero no tenía papel, ni pipa.
Espera, le dije. Conozco al guardián. Quizá nos dé algo.
Fui hasta la puerta y dije: Si Mohammed, que Alá bendiga
a tus padres. Quiero hablar contigo. Necesito un cigarrillo.
¿Pero no sabes que está prohibido fumar?, me dijo.
O tienes un cigarrillo o no lo tienes. Da igual. No puedo
obligarte a que me lo des.
Toma, aquí tienes dos. No podrás decir que no te di tabaco.
Se lo agradecí. Luego dije: Mira, Si Mohammed, ahora
tengo cigarrillos, pero ¿qué voy a hacer sin cerillas? Y él me
dijo: Te daré cerillas también, pero no me vuelvas a llamar
esta noche.
Me senté con los cigarrillos al lado de Moreno, en la
oscuridad. Me pasó el kif. Vacié de tabaco uno de los cigarrillos y lo llené de kif. Lo encendí y comencé a fumar. Al
cabo de un rato se lo pasé a Moreno. Cuando él se lo terminó dijo: Mi madre está enferma en Tetuán y aquí estoy yo,
en la cárcel.
Le dije: ¿Si te saco de aquí cuidarás de mí?
Como de un hermano.
Moreno pensaba que lo que quería era que él me trajera
a la cárcel comida de vez en cuando. Pero sólo le pedí que
hiciera una cosa: que fuera a buscar la ropa que yo tenía en
el Café Mizmizi, la llevara a casa de mi madre y le contara
que no sabía dónde estaba. Me dijo que así lo haría.
Mañana por la mañana cuando vengan, le dije, cuando
nos saquen afuera para pegarnos otra vez, hablaré con
ellos. Dejaran que te vayas.
Bien, dijo. Y nos dormimos.
Por la mañana temprano vinieron los policías. Nos sacaron a empujones al pasillo y empezaron a darnos puñetazos.
¡A lo mejor esta vez os sacamos la verdad!
¡Vale! ¡Vale!, grité. ¡Esperad!
Pararon y les dije: El cable lo robé yo. Este hombre venía
a trabajar para mí. Él no sabía nada. Le iba a pagar por su
trabajo y eso es todo.
Dejaron que se marchara. Después de ese día ya no volví a verlo.
Y me quedé cuatro días más en la comisaría. Rellenaron
los papeles y me enviaron primero a ver al juez y luego a la
cárcel de Malabata. Entré con un grupo de presos. Nos registraron y se quedaron con nuestros cinturones y con el
dinero. Nos metieron en una celda en la que había ya unos
cincuenta presos. Sentaos, dijeron.
Tres meses después el juez me llamó otra vez al tribunal.
Leyeron mi nombre. Les dije que estaba allí. Siéntate, dijeron.
Llamaron al guardián del almacén y a otros hombres.
El juez leyó por segunda vez mi nombre y dijo: Levántate.
¿Has robado esto?
Sí, respondí.
¿Para qué? ¿Por qué lo robaste?
Lo robé porque nadie quiere darme trabajo. Soy tangerino y todo el mundo me odia.
Tienes que buscar trabajo si quieres encontrarlo, me dijo.
He buscado mucho, pero siempre me dicen: Vuelve mañana. Y cuando vuelvo me dicen lo mismo.
Bien, me dijo él, tú has robado el cable. ¿No había nadie
más contigo?
No.
Siéntate.
Llamó al guardián del almacén.
Este chico te robó. ¿Cuál es el valor del cable?
El hombre dijo: Unas cincuenta mil pesetas.
El juez le pidió que se sentara. Había dos katibs y tres
jueces más, y empezaron a hablar entre ellos. Cuando terminaron, pronunciaron otra vez mi nombre y dijeron que
me levantara.
El Gobierno te condena a tres años por haber robado el
cable.
Dijeron también que si quería podía pedir otro juicio en
Rabat, y lo pedí.
Algún tiempo después nos enviaron a mí y a otros nueve a Rabat, para un segundo juicio. Fuimos a una cárcel
que había allí y nos quedamos varios días esperando, hasta que por fin nos llamaron. Nos dijeron: Coged vuestras
ropas, tangerinos. Mañana, en cuanto envíen unos papeles, volveréis a Tánger. No vais a tener otro juicio.
¿Qué podíamos decir? Dormimos allí aquella noche, y
por la mañana cogimos nuestras cosas y bajamos a otra
celda de la cárcel. Nos quedamos allí esperando, día tras
día, y nuestros papeles no llegaban.
Una mañana vino un guardián y dijo: Levantaos, tangerinos, y salid al patio a pelar nabos.
Salimos, y a partir de ese momento todos los días pelábamos nabos, zanahorias y patatas y las llevábamos a la
cocina. La comida era muy escasa. Nunca era suficiente.
Pero como conocíamos a los cocineros, dejaban que nos
lleváramos algunos trozos de pan.
Se pasaba hambre en aquella cárcel. Una vez subí a la
enfermería para visitar a un conocido que estaba enfermo,
un tangerino amigo mío. Entré y le dije: Alá, veo que tienes
bastante pan, y los otros enfermos también. Podrías dejar
lo que te sobre al lado de la puerta y yo subiré a cogerlo.
Al día siguiente, subí a la enfermería y me llevé el pan.
Había un guardián al que llamaban La Tortuga, con dos
galones en el hombro. Vio el pan en mi mano.
¿Adónde va este pan?, me dijo.
Lo traigo de la cocina.
¿Quién te lo dio?
Alguien. No sé su nombre.
Me pegó en la cara y empezó a darme patadas. ¡Dime la
verdad! Entonces vino otro guardián llamado El Kebir, y
me pegaron juntos. Yo decía: Esto no es más que un pedazo de pan, y me lo quiero comer. Es así de simple.
¡A callar!, dijo La Tortuga. O haré que te metan en el
calabozo.
Sí, tú aquí dentro puedes hacer lo que quieras. Tienes
todo el poder.
¡Silencio! ¡Vuelve a tu jaula!
Volví a la celda con los otros tangerinos. Ya no dejaron
que volviéramos a salir.
Un día me llamaron para ir al tribunal. Habían escrito
los papeles para que pudiera tener otro juicio en Rabat.
Fui al tribunal y les conté cómo había robado el cable. Me
enviaron otra vez a la cárcel y dijeron que volverían a llamarme.
Habían pasado siete meses cuando vinieron y nos dijeron a todos los tangerinos que cogiéramos nuestra ropa
porque íbamos a ir a otra cárcel. Yo quería saber a cuál.
Dijeron que estaba en Dar el Beida.
Nos llevaron a la prisión de Dar el Beida. Entramos. No
conocíamos a nadie en aquel lugar. Diez de Tánger entramos en la celda. Ordenaron que nos sentáramos y enseguida nos lanzaron a cada uno un par de trapos viejos. Dijeron que eran mantas. En aquella celda no había espacio
suficiente para extender los trapos y dormir. Cada uno de
nosotros estaba encima de algún otro.
En todas las celdas había un cabran que mandaba. Nuestro cabran había matado a otro preso. Iba a pasar allí muchos
años, así que el jefe le había dado el mando sobre los ochenta hombres de la celda. Y el cabran se había quedado con la
mitad de ella para él solo. Únicamente él y sus amigos podían cruzar la línea que había dibujado en el suelo. Los otros
no tenían nada, ningún espacio para dormir. Después de
sentarnos empezamos a hablar los tangerinos. El cabran dijo
que nos calláramos. No estaba permitido hablar en la celda.
Nos quedamos allí siete días. Al final de ese tiempo fuimos
a Rabat y estuvimos nueve días. Entonces me leyeron la sentencia. Me habían quitado un año de condena. Dos años en
lugar de tres. Por la tarde fuimos a Ain Moumen.
Ain Moumen es rosa. Parece un castillo en la ladera de
una colina. Por dentro ya parece diferente. Nos quitaron
la ropa y la registraron. Nos dieron ropa de faena y nos
metieron a empujones en la celda. Cuando estuvimos todos dentro, preguntaron: ¿Quién de vosotros sabe hacer
algún tipo de trabajo? Yo sé, dije, tengo un oficio. Soy
carpintero. Eso no era cierto, pero quería trabajar. Otro
dijo que era mecánico, y otro, electricista. Sólo tres de
nosotros.
Nos enviaron al taller. Y trabajamos allí durante mucho tiempo. Puede que ocho meses o más. Un día, el inspector del Gobierno para todas las prisiones, Beddou, visitó la cárcel. Entró en nuestra celda. Se fijó en mí. Yo
llevaba una camisa sucia y me preguntó: ¿Por qué está tu
camisa tan sucia?
Te diré por qué, le dije. No nos dan bastante jabón.
Bien, ¿cómo te llamas? Le di mi nombre. Muy bien, muy
bien, dijo.
Cuando había salido y habían cerrado la puerta, un
guardián llamado Beidaoui vino y se quedó mirándome.
Qué, tangerino, te parece bonito lo que has hecho, ¿no?
Le dije: El hombre preguntó y yo respondí, nada más.
No tenemos bastante jabón. No creo que haya nada malo
en habérselo dicho, no sé.
¿No lo sabes? Pues espera un poco. Cuando se haya ido
lo sabrás.
En el taller yo solía recoger todos los trozos pequeños
de madera. Los convertía en carbonilla para que pudiéramos hacer té en la celda. Aquella tarde cargué hasta arriba
una gran lata con pedazos de madera.
Los cabranes, cuando paseaban por la cárcel, llevaban
siempre una de esas correas del motor de los coches, de las
que hacen girar el ventilador. La llevaban en la mano. Iba
yo con mi lata por las escaleras que bajaban a la celda,
cuando un cabran me alcanzó por detrás y empezó a pegarme con su correa.
¿Por qué? ¿Pero qué he hecho?
Los pedazos de madera cayeron rodando por los escalones. El cabran siguió pegándome. Yo gritaba: ¡Esto no es
justo! Lo que estás haciendo es una vergüenza. Yo sólo le
conté lo del jabón.
¡Me cago en tu padre y en tu madre! ¿Has hecho todo el
camino desde Tánger sólo para decirnos que quieres más
jabón?
Lo siento. Si lo que hice estuvo mal, perdóname.
Le pedía que me perdonara y él me pegaba aún más
fuerte. Esa noche no comí. Durante toda la noche estuve
despierto, llorando. Por la mañana me llamaron. Me dijeron que ahora trabajaría en la cantera en vez de en el taller.
Pero tengo diecisiete años. Y soy carpintero. ¿Por qué
me ponéis en la cantera? Allí me moriré. No podéis hacerme esto.
Cierra la boca, dijeron. Vas a ir allí.
Y fui a la cantera y me puse a trabajar. Estuve picando
piedra día tras día, hasta que me enviaron a otra prisión
que se llamaba Kafeili. Estaba a veinte kilómetros al sur, en
dirección a Marraquech. Nos enviaron allí a doce de nosotros. Kafeili era un lugar todavía peor, adonde enviaban a
los presos que no querían volver a ver nunca. La comida era
mucho más escasa. En fin, mejor morirse que ir a Kafeili.
Por la mañana a los presos les daban agua con algo de harina, calentada un poco. Nada más. A mediodía, algarrobas
y agua, o a veces garbanzos y agua. La ley nunca ha dicho
que un preso tenga que alimentarse de esa forma.
La primera noche acabamos enseguida de cenar y nos
acostamos. Cuando me desperté, tenía el cuerpo lleno de
manchas rojas. Pasé el día rascándome.
¿Pero qué es esto que tenéis aquí?, les pregunté.
Son sólo chinches.
¿Y no podéis matarlos?
Todos se echaron a reír.
En la habitación donde preparaban la comida no habría
entrado ni un perro. Pero teníamos tanto hambre que nos
comíamos lo que fuera, con toda la porquería dentro. No
había pan. Yo había traído un poco de Ain Moumen. Pero
no duró.
Todos los días nos levantábamos a las cinco para ir a
trabajar a los campos. Entre dormir y trabajar no teníamos
tiempo de lavarnos. Fuera no teníamos agua para beber, y
nos quedábamos trabajando hasta las once. Siempre estábamos cansados. A las dos de la tarde nos obligaban a levantarnos otra vez. Era difícil moverse entonces. Pero salíamos
y trabajábamos hasta las cinco.
Un día al despertarme me sentí enfermo. Le dije al
guardián: No me encuentro bien. Hoy no puedo ir a trabajar. Le pedí que llamara a un médico.
Él me dijo: ¡Sí, amigo! Vosotros los tangerinos bajáis
aquí llenos de ideas y de política. ¡Por eso no os queda espacio para el trabajo en la cabeza!
Mira, he trabajado desde que llegué, no he faltado ni un
día. Pero ahora estoy enfermo. No puedo trabajar.
Todo eso son historias, dijo. Vas a trabajar, tanto si puedes como si no.
Llamó a un cabran. Vino el cabran y dijo: Levántate y
ve al trabajo. Y me pegó con la correa del ventilador.
Estoy enfermo.
¡En pie!
Nada. No podía levantarme.
Todas las mañanas, durante tres días, cuando los demás
presos habían salido al trabajo, venía el cabran a pegarme.
Estoy enfermo.
¡Levántate!
Hasta que entró en la celda un hombre que trabajaba en
la enfermería. Uno de los guardianes le había contado que un
tangerino no quería levantarse y trabajar. Le pidió que comprobara si estaba mintiendo o estaba de verdad enfermo. El
hombre que trabajaba en la enfermería preguntó: ¿Qué te
pasa, tangerino?
Estoy enfermo, le dije. No puedo moverme.
Me examinó y les dijo que estaba enfermo. Se lo dijo a
un guardián llamado Boujendal: Sácalo de aquí, Boujendal.
Mándalo a la enfermería de Ain Moumen. No podéis dejarlo aquí. Si lo hacéis, morirá delante de vosotros.
El guardián dijo: De acuerdo.
Por la tarde llegó un camión y me llevaron otra vez a
Ain Moumen. Me metieron en el hospital. Cuando llegó el
médico, lo que me recetó fueron siete días de descanso.
Un día recibí un paquete de mi familia. Diez cajetillas
de tabaco, tres pares de pantalones, dos camisas y dos taguias para llevar en la cabeza. Había también azúcar y café.
Todos los días cogía un poco de lo que tenía y se lo daba a
uno de los cabranes. Llevaban allí muchos años y por eso
mandaban sobre nosotros. Al final les di todas mis cosas,
pensando que así no me causarían tantos problemas. Durante un tiempo me dejaron tranquilo. Hasta el día en que
nos pusimos a hacer almiares.
Cada hombre llevaba dos sacos de paja, y corría de un
extremo al otro del campo. No es que fuera pesado, pero
había que correr todo el tiempo. Un saco delante y otro
detrás, y un guardián a caballo gritando: ¡Corre! ¡Así no lo
terminarás nunca! ¡No te pares!
¿Cómo puede correr un preso con dos sacos, uno delante y otro detrás, y un hombre a caballo a su lado? ¿Cómo se
puede trabajar así? Yo llevaba los dos sacos de paja. El guardián cabalgaba detrás de mí con su caballo.
¡Ten cuidado!, le dije. Si me caigo, el caballo pasará por
encima de mí.
Me pegó con el cinturón y gritó: ¡Corre! ¡Corre! ¡Trabaja!
Si tu caballo me pisotea, ¿cómo voy a trabajar?
Yo corría y el caballo corría detrás de mí. Pensé: Es mejor caerse y acabar con esto. Me caí, y el caballo se detuvo.
Abd el Krim, el director, estaba allí en el campo observando el trabajo. Vio cómo me caía y le dijo al guardián que
me dejara allí. Me levanté.
Lo juro por Alá, grité. Algún día le contaré a los de fuera cómo se vive aquí.
Seguí trabajando sin que me persiguieran los caballos.
Corrimos hasta el mediodía. Y entonces apenas podía andar para volver a la cárcel.
Salimos por la tarde y nos pusimos a recoger judías. El
mismo cabran pasó por mi lado, sacó de mi cesta algunas
judías y las tiró por tierra. Enseguida llamó a un guardián
a caballo y le mostró las cinco judías en el suelo.
¡Fíjate en lo que hace el tangerino con la propiedad del
Gobierno! Los perros como tú no tienen vergüenza. Estás
dejando judías sin recoger.
Le dije: Mira en mi surco. Está limpio.
El cabran empezó a pegarme con un bastón. El guardián seguía mirándonos desde su caballo. Le grité: ¿Lo estás viendo? Yo no he hecho nada. ¿Por qué pasa esto?
¿Y tú por qué le hablas al cabran?, me gritó él. ¡No hables! Está prohibido hablar.
El cabran siguió pegándome. Lloré mucho tiempo en el
campo mientras trabajaba. No podía hacer nada excepto
dejar que me pegara.
Día tras día sucedía lo mismo, hasta que llegó un momento en que casi había cumplido mi condena. Faltaban
solamente dos meses. Mi madre me envió un paquete con
veinte cajetillas de tabaco y dos mil francos. Cogí dos cajetillas y mil francos y se los di al guardián. Le dije: Ahora
casi he terminado, y quiero descansar un poco antes de
irme a casa.
De acuerdo, me dijo él. Mañana puedes quedarte a trabajar dentro de la cárcel.
Así, cada mañana cuando se iban los presos, yo empezaba a trabajar. Cogía una escoba y barría la celda en la que
dormíamos, la número dieciséis. Había unos setenta hombres en ella. Fregaba el suelo, llevaba los platos sucios a la
cocina y los lavaba. Traía el pan a la celda. Por la mañana
traía la harira, a mediodía la comida y por la tarde la cena.Ése era mi trabajo.
Un día estaba sentado en la celda. Los presos habían
salido al campo y estaba solo. Vino un cabran y me llamó.
Tú, dijo, ven aquí.
Bajé por la escalera. Acababan de llegar a Ain Moumen
algunos presos de Marraquech. El cabran me señaló a tres
de ellos. Llévate a éstos a tu celda, me dijo. Vinieron conmigo y se sentaron. Por la tarde llegó el cabran de la número dieciséis y les dijo cuál era su sitio. Serví la cena y
cenamos. Después, los hombres que tenían té y azúcar prepararon té y se lo ofrecieron a sus amigos.
Y yo me quedé mirando a un hombre que estaba sentado solo, uno de los tres de Marraquech que había llegado
aquel día. No bebía té ni hacía ninguna otra cosa. Todos
bebían y él únicamente los miraba. Me levanté y fui a sentarme a su lado. Le dije: Salaam aleikum.
Aleikum salaam, me contestó.
¿Quién eres?
Soy judío, me dijo.
¡Eres judío!
Sí.
¿Tú bebes té?
Sí, lo bebo. Pero ha pasado mucho desde la última vez
que lo probé.
Bien, dije, te traeré un vaso y podrás beberlo.
Gracias.
Fui a encender el fuego en mimijmah,hice té, llené
un vaso y se lo di. Toma, le dije. Cógelo, maallem, bébetelo. Cuando acabes, llámame y me llevaré el vaso. Y se
bebió el té. Cuando terminó me llamó. Toma el vaso.
Gracias.
Por la mañana, cuando los presos salieron a trabajar, los
hombres de Marraquech se quedaron dentro porque no les
habían dado su ropa de faena. Durante el desayuno, aquel
judío no tenía azúcar ni nada. Le preparé un vaso de té y se
lo di. Después le dieron su ropa y salió a trabajar. Cuando
regresó a mediodía me dijo: Ese trabajo que estoy haciendo
es demasiado para mí. Me va a matar.
Ten paciencia, le dije. ¿Dónde te han llevado?
A la cantera donde está Messaoud.
Le hablaré de ti cuando lo vea. Le daré una cajetilla o
dos. Puede que te deje en paz.
Muchas gracias, me dijo. Que Alá te lo pague.
Come y no pienses más en ello. Haré lo que pueda.
No tengo ganas de comer, me dijo.
Fui a prepararle algo de té, y luego me quedé hablando
con él, intentando hacer que comiera. Me entristecía verlo
así. Un pobre hombre, muy tranquilo. Después de haber
estado hablando mucho tiempo empezó a comer. Y cuando
acabó de comer, durmió un poco.
Con el sonido de la primera sirena, todos se levantaron y
se pusieron de nuevo en marcha hacia el lugar de trabajo. Salí
para buscar a Messaoud y lo encontré. Le dije: Messaoud,
que Alá sea contigo. No es más que un judío, pero ya es un
hombre viejo. No puede trabajar. No le des mucho para hacer, no tiene fuerzas. Tú mismo puedes verlo. Un hombre
que esté acostumbrado a trabajar, de acuerdo; pero él es demasiado viejo. Si ves que le cuesta, déjale descansar un poco.
Está bien, tangerino, me dijo. Lo haré por ti.
Messaoud era un buen hombre. Nunca me pegaba.
Toma estos dos paquetes de cigarrillos, le dije.
¡No, no!
Sí. Cógelos.
Los cogió. Cuando sonó por segunda vez la sirena, los
hombres entraron en la cantera. Y el judío entró con ellos.
Entonces Messaoud empezó a tratarlo muy bien, porque yo
había hablado con él. Ese primer día, cuando llegó la noche,
le pregunté al judío: ¿Cómo va el trabajo ahora?
Mucho mejor, me dijo. Gracias.
Tres o cuatro días después, me acerqué al judío y le pregunté si quería cambiar de sitio para estar a mi lado. Le dije
al musulmán que había junto a mí: ¿Quieres cambiarte de
sitio con el judío? Me contestó que sí. Y el judío se vino a
vivir a mi lado. Le dije: Tú eres de Marraquech y yo de Tánger. Toda esta gente que hay por aquí no nos entiende muy
bien. No me llevo bien con ellos. Ahora estamos juntos. A ti
no te falta mucho para acabar tu condena. Un mes, me dijiste. Puedes quedarte conmigo hasta que salgas.
Bien, me dijo. Estoy de acuerdo.
Así que se quedó conmigo. Y comíamos juntos, dormíamos uno al lado del otro, y cualquier cosa que hiciéramos
la hacíamos juntos.
Un día vinieron su mujer y su hijo a verlo. Le trajeron
cigarrillos, le trajeron té, azúcar y todo lo que le hacía falta.
Cuando se fueron me llamó y me dijo: Ahmed, coge estas
cosas. Tú sabes qué hacer con ellas. Pon los cigarrillos junto a los tuyos, en la caja de cartón. Los dos fumamos. Cuando queramos cigarrillos, ya sabemos dónde están. Con esto
nunca nos faltará de nada.
Le dije que era cierto y que si confiaba en mí y quería
que le guardara todo eso para más tarde, lo haría.
Esto no es para más tarde, me dijo. Es para que lo usemos
ahora. Tú siempre has sido bueno conmigo. Lo haremos de
esta forma.
Bien, le dije.
Seguimos juntos durante un tiempo, día tras día, hasta
el momento en que empezaron los problemas.
Messaoud era un preso con mucho poder. Los demás
presos le daban ropa y cigarrillos. De ese modo no tenían
que trabajar tan duramente. Era un buen hombre, porque
nunca le pegaba a quien le hubiera dado algo. Los otros
nos pegaban de todas formas. Un día en que yo estaba
trabajando en la celda entró Messaoud. Estaba muy enfadado.
Lo miré. ¿Messaoud, qué te pasa?
Nada, dijo. No es nada.
No. Te pasa algo.
Déjame tranquilo, me dijo.
Y eso hice. Por la tarde, cuando salieron los presos a
trabajar, vinieron dos guardianes a ver a Messaoud. Le dijeron: Coge tu ropa. Te vas al calabozo ahora mismo.
¿Y el resto de mis cosas?
No, dijeron, déjalo todo. Aquí ya no hay nada tuyo.
Estoy enfermo, dijo él. Tengo un papel del médico que
dice que no puedo estar en el calabozo.
Ese papel no sirve de nada.
Y lo agarraron, le dieron un golpe en la cabeza y lo metieron en el calabozo con dos mantas.
Esa noche le pregunté a un preso: ¿Qué le ha pasado a
Messaoud? ¿Qué ha hecho?
Tuvo una pelea con monsieur Joubert, me dijo. Monsieur
Joubert iba a llevarse a un chico a su habitación, para acostarse con él. Messaoud trató de impedirlo.
Monsieur Joubert lo metió en el calabozo y les dijo a
todos que Messaoud se quedaba con los cigarrillos y la comida de los presos.
Cuando Abd el Krim, el director, oyó esto fue a ver a
monsieur Joubert y le dijo: ¿Qué está pasando?
Messaoud siempre acepta cigarrillos de los presos, respondió él.
El director bajó al calabozo a ver a Messaoud. Le dijo: Has estado cogiendo demasiadas cosas de los presos.
Y entonces Messaoud le dijo: Estoy aquí porque todas las
noches monsieur Joubert se lleva a su habitación a un chico
diferente. Hace lo que quiere con todos en la cárcel. Y tú eres
el director y no ves nada. No sabes nada de lo que pasa aquí.
El director se llevó a Messaoud con él y fueron a ver a
monsieur Joubert a su oficina. ¡Eso es mentira!, dijo monsieur Joubert. Entonces hizo que vinieran seis o siete hombres, y cada uno dijo que le había dado algo a Messaoud.
Uno dijo: Cinco paquetes de cigarrillos. Otro dijo: Una
camisa. Un tercero: Mil francos. Todos dijeron: Sí, yo le di
esas cosas a Messaoud.
Monsieur Joubert se volvió entonces hacia el director:
¿Lo oyes? Tú eres el director. Deberías oírlo. Lo que dice
Messaoud es mentira, eso de que llevo chicos a mi habitación. Yo no haría nunca una cosa semejante.
Messaoud gritó: ¡Te llevas a chicos a tu cama! ¡A este de
aquí te lo has llevado!
Pero el chico tenía miedo. No podía decir que se había
acostado con monsieur Joubert. Messaoud volvió al calabozo.
Se quedó allí nueve días, y no quiso comer nada de lo que
le dieron. Pero comía lo que yo le llevaba cuando los demás
estaban fuera trabajando. Todos los días llenaba una lata
con café y ataba un trozo de pan y mantequilla encima de
la lata. Cuando le tocaba pasear por el patio, se la bajaba
desde la ventana con la ayuda de una cuerda. Al final de los
nueve días, cuando lo sacaron, estaba enfermo. Lo metieron
en la enfermería. Y el judío y yo seguíamos viviendo juntos.
Un día vino un preso a verme y me dijo que lo iban a
soltar y que se iba a casa. Pero le debía cuatro paquetes de
cigarrillos a Messaoud. Me los dio a mí. Tómalos, me dijo.
Dáselos cuando lo veas.
Los puse en la caja de cartón con los demás paquetes.
Todos sabían que el cartón estaba lleno de cigarrillos, de
Messaoud, del judío y míos. Y una mañana a las cinco,
mientras estaba en la cocina, abrieron la caja y se llevaron
todos los cigarrillos, todos menos tres paquetes.
Cuando volví con la harira para los presos, el judío me
pidió que le trajera un paquete. Abrí la caja y vi que estaba
casi vacía.
Le dije al judío: Mira, faltan casi todos los paquetes. Y
me acerqué al cabran y le dije: Se han llevado mis cigarrillos, y los de Messaoud, y también los del judío.
Me dijo: Cierra la puerta. No saldrá nadie hasta que veamos quién los tiene.
Buscamos por todas partes. Los encontramos en los
urinarios, debajo de un trapo. ¡Ay, yimma el habiba! ¡Qué suerte! Messaoud se habría quedado sin nada para
fumar.
Un cabran estaba en la letrina y me oyó.
¿Ah, tú tienes cigarrillos para Messaoud? ¿Messaoud
ben Hammou? Monsieur Joubert le ha quitado sus cigarrillos. ¿Y tú los escondes y se los das a él a sus espaldas?
Éstos son los cigarrillos, le dije. No los escondo. Y le
conté lo que había pasado.
Bien, espera un poco. Ya verás.
Se fue a la oficina de monsieur Joubert. Le dijo: El tangerino le da cigarrillos a Messaoud.
Monsieur Joubert dijo: Hazlo venir.
Cuando estuve ante él, me dijo que fuera a buscar todos
los cigarrillos que tuviera. Llevé la caja de cartón y la puse
encima de su mesa. Había veintiún paquetes de cigarrillos,
dos kilos de azúcar, cuatro pastillas de jabón, tres camisetas y dos pares de calzoncillos. Lo sacó todo, lo repartió
entre los hombres que había allí, y le dijo al guardián que
me metiera en el calabozo.
Le dije a monsieur Joubert: Me mandas al calabozo, y aquí
se queda el hombre al que pertenecen los cigarrillos. Está en
la cárcel y no va a tener nada para fumar. Es judío. Nadie le
dará ni un cigarrillo. Esto que vas a hacer no es justo. Si quieres dar cigarrillos a estos hombres, dales los míos. Dales también los de Messaoud. Si estás en contra de él, dales los suyos.
Es algo entre vosotros dos. ¡Pero no les des los del judío!
No quiso escucharme.
Me quedé once días en el calabozo. El viernes vino el
qadi a rezar con los presos, y el director de la prisión vino
con él. Estaban fuera, en el patio. Trepé y, a través de un
agujero que había encima de la puerta, les grité mientras
rezaban: ¡Así que ésta es la justicia que tenéis aquí! Me quitan mis cigarrillos y se los dan a los demás. Yo estoy en el
calabozo y envían siempre a alguien a pegarme. ¡Llevo once
días aquí metido! ¿Es ésta vuestra justicia?
Se dijeron unos a otros: Que se quede en el calabozo. Es
un perro. No puede hablar de esa forma.
Así que me dejaron dentro.
Todas las mañanas a las diez me sacaban a pasear por el
patio. Un día vi al judío, y me dijo que se iba a marchar a
casa. Le dije: Bien, adiós, maallem. Has visto todo lo que
ha pasado en este lugar. Perdona lo que tengas que perdonarme. Sabes que no fue culpa mía. Ellos tienen el poder.
Hacen lo que quieren.
Escucha, hijo mío, dijo. No tiene ninguna importancia.
Tú fuiste bueno conmigo mucho antes de que mi mujer me
trajera los cigarrillos. No es culpa tuya.
Adiós. Ve con Alá.
Se marchó y yo me quedé allí.
Tenía una manta. La rasgué haciendo varias tiras y
fabriqué una cuerda. La colgué encima de la puerta con
un lazo en un extremo. Alguien me vio desde arriba y se
puso a gritar: ¡Mirad! ¡El tangerino está a punto de ahorcarse!
Metí la cabeza en el lazo. Vinieron y enseguida cortaron
la cuerda. Más tarde me desperté en la enfermería. Me habían pasado algo por delante de la nariz.
Un día, cuando estaba recuperándome, un hombre mayor me dijo: Haciendo cosas como ésa, lo que consigues es
morirte y nada más. ¡Cuántos hombres antes de ti hicieron
lo mismo! ¡Y no les sirvió de mucho! Se murieron y ya está.¿Crees que alguien va a sentir pena por ti? No, te mueres y
se acabó. No hay más.
Le dije: Gracias a Alá que no ha pasado nada. Estoy vivo.
Pero no quiero hablar, por favor.
Cuando pude salir de la cama me enviaron otra vez al
calabozo. Y allí me quedé. Y un día empecé a pensar: Si no
hago algo nunca saldré de este lugar. Entonces decidí no comer nada hasta que me sacaran de allí. En el calabozo sólo
me daban pan. El agua podía cogerla de la letrina. Eso es lo único que tenía allí. Eso y kif. Siempre tenía kif.
El primer día dejé el pan que me trajeron. El segundo día lo
dejé, y el tercero. No comí nada. Cuando vino el guardián vio
los tres pedazos de pan y dijo: ¿Por qué no comes, tangerino?
No veo nada para comer, le dije.
¡Come, hijo de puta!
No lo tocaré. Me quedaré aquí hasta que muera, y ni
siquiera entonces comeré. Lo juro por Alá.
Llamó a los cabranes. Éste no quiere comer.
Comerá.
Me dio una patada.
Ya estoy muerto, le dije. No me molesta nada.
Pasaron tres días más, y seguí dejando el pan. Entonces
el director me hizo llevar a su oficina. No podía andar por
mi propio pie.
Viniste aquí hace mucho tiempo, me dijo. Lo único que
has hecho ha sido causarnos problemas.
¿Problemas? Se llevaron mis cigarrillos y los repartieron
entre los demás, y no dije nada. Me mandaron al calabozo
sin razón, y ahora dicen que causo problemas.
¿Cuánto tiempo te queda aún por cumplir?, me preguntó.
Dieciocho días más.
Dejaré que trabajes. ¿Dónde quieres trabajar hasta que
salgas?
¿Trabajar dieciocho días? He estado aquí dos años y lo
he pasado mal todo el tiempo. Ya basta. Necesito esos dieciocho días para recuperarme. Tened cuidado, o me moriré antes de salir.
Bien. Trabaja en el jardín hasta que acabe tu condena,
me dijo.
Gracias, gracias, yah saadats moudir. Y salí de su oficina.
Cuando pasaron los dieciocho días me llamaron.
Coge tu ropa, dijeron. Mañana te vas de aquí.