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LÍBANO
Los okupas de Beirut

ilya
murex
[[Publicado en Diario 16 · 27 Junio 1999]
08 /1998 · ilya u. topper
Tras 16 años de guerra civil, Beirut intenta recuperar a toda prisa su fama de metrópoli de los negocios. Pero a reconstrucción se olvida de quienes perdieron todo y hoy habitan en las ruinas: hay aún 60.000 familias sin un vivienda digna.

LEILA TIENE 26 años y lleva 13 casada. Tiene cuatro hijos. Llegó a Beirut como adolescente, de la mano de su marido Mehdi, 41 años, encuadernador de libros. Habita una casa semiderruida que conserva en la fachada las huellas de los morteros de la guerra civil. Leila tiene suerte: le faltan pocos años para mudarse a una nueva casa.

La guerra en Beirut es sólo un mal recuerdo, una señal de metralla en las paredes... y un lucrativo negocio de inversiones inmobiliarias. Toda Beirut (un millón de habitantes, capital de un país que no supera los 3,4 millones) está en obras: grúas, camiones y maquinaria pesada intentan dar una nueva cara a esta ciudad semidestruida durante 16 años de guerra civil. En medio de las modernas avenidas quedan algunos edificios que han resistido los morteros. Horadados por los proyectiles, con miles de impactos de balas y metralla en sus fachadas, desprovistos de puertas y ventanas, se han convertido en la vivienda de muchas familias, en su mayoría desplazados del sur del país, hoy bajo ocupación israelí.

Es el caso de Hassan, Omar y Sadr que habitan un edificio de siete plantas en la tristemente famosa avenida Al Khoury, que durante la guerra sirvió de línea de división entre el Beirut musulmán y el cristiano. Balcones destrozados, boquetes enormes en las paredes de los pasillos y escombros en la terraza del tejado cuentan la historia de una guerra que hoy, apenas seis años después, nadie quiere recordar. La casa alberga a 206 personas, según explica Omar, que muestra orgulloso la lista de los habitantes que él mismo se encarga de actualizar. Un colchón en el suelo, una cama destartalada, un infiernillo para preparar el té, una caja de fruta que hace las veces de mesa, unos tablones con una tela para tapar las ventanas. Toda una vivienda. La electricidad no falta: Omar ha tendido un cable desde su ventana hasta la farola más próxima, lo que le permite alimentar gratuitamente la bombilla del techo y un minúsculo televisor en blanco y negro. También hay agua en el piso: una manguera conectada a una toma de las tuberías públicas repta por la fachada para terminar en un oscuro habitáculo que sirve de cuarto de baño para todos los vecinos del bloque. Un rudimentario grifo en la boca de la manguera permite beber, ducharse, abastecer de agua a la cocina y limpiar el retrete que consiste simplemente en un boquete en un rincón de la habitación.

Omar no necesita esconder el cable y la manguera: las autoridades toleran a los okupas y les ceden gratuitamente el agua y la luz. Así lo reconoce Hisham Nasser Eddine, director general del Ministerio para Asuntos de Desplazados. El gobierno acepta la ocupación de los edificios vacíos, consciente de que no tiene otra solución que ofrecer. El problema tiene una enorme envergadura: quedan todavía unas 60.000 familias libanesas sin vivienda apropiada y el realojamiento avanza despacio. Nasser Eddine señala con modesta satisfacción que "ya hemos conseguido realojar el 40% de los desplazados: justo después del final de la guerra había entre 90.000 y 100.000 familias, es decir, medio millón de personas, sin casa".

Un ministerio con fecha de caducidad

Hisham Nasser Eddine tiene alrededor de 40 años y espera el día en el que pueda asistir a la disolución del Ministerio en el que trabaja: cuando todos los desplazados hayan sido realojados. Atiende personalmente en su despacho a todos aquellos que quieran presentar solicitudes, quejas o reclamaciones. Hisham Nasser Eddine explica, en un inglés algo trabajoso, el via crucis de los desplazados: "Muchos habían llegado a Beirut para buscar trabajo, antes del inicio de la guerra. Cuando estalló el conflicto, en 1975, los musulmanes asentados en los suburbios del norte y este de Beirut se tuvieron que desplazar por segunda vez. Se refugiaron en los barrios de sur y oeste, mientras los cristianos que vivían en estas zonas hicieron el camino a la inversa. Todos huían con lo puesto y ocupaban las casas que los otros acababan de abandonar".

Nasser Eddine no se muestra muy optimista cuando piensa en las 350.000 personas que siguen a la espera de una vivienda. "Darles acceso a agua y luz no es gran cosa. Más importante es que la mayoría de estos desplazados viven en zonas que no disponen de infraestructuras. Necesitan ayuda social, necesitan farmacias... y no tienen nada". Según él, los edificios ocupados tienen dueño. "Cuando el propietario reclama el inmueble, nuestro Ministerio envía una brigada para analizar la situación social y procedencia de los habitantes y fijar la compensación financiera que recibirán para su realojo. Si no tienen adónde ir, se les da una ayuda para alquilar un piso y empezar una vida nueva. La suma oscilará entre los 5.000 y los 8.000 dólares. Si por lo contrario poseen una casa destruida, pueden recibir hasta 20.000 dólares, suficiente como para reconstruir una casa de 150 m2". Nasser Eddine pertenece al Partido Socialista Progresista, cuyo dirigente, el ministro Walid Jumblat, intenta presionar al gobierno, dirigido por Rafiq Hariri, para que asigne más fondos al reasentamiento de los desplazados. "Si el gobierno diera prioridad absoluta a este problema, se solucionaría pronto" critica Nasser Eddine. "Tal y como vamos, podemos tardar todavía.... " El agudo timbre de un teléfono interrumpe oportunamente un pronóstico a todas luces desesperante.

Lo que tiene aspecto desesperante sobre la mesa de caoba cubierta de teléfonos, tarjetas de visita y estilográficas, adquiere tintes dramáticos frente a las paredes marcadas por huellas de balas que rodean a Omar, Hassan y Sadr. Omar friega platos en un restaurante, Hassan es pintor de brocha gorda y Sadr se ha alistado en el ejército. Prefiere las ruinas de la Avenida El Khoury a la monotonía del cuartel.

Ahorrar durante treinta años

Omar, Hassan y Zadr ya han gastado su futuro: las 750.000 pesetas que recibieron como indemnización para sus casas, destruidas durante la invasión israelí en el sur del Líbano. La suma no alcanzaba para pagar un vivienda regular, apenas para acondicionar las ruinas que habitan hoy. Pero ninguno ha perdido la dignidad. Omar entrega un billete a los niños Ibrahim y Alí y les pide que vayan a por una botella de refresco que luego ofrece a los periodistas. Es todo un lujo, pero la hospitalidad libanesa puede más que la economía precaria, aún entre los escombros. Mañana empezará otra jornada agotadora para todos: Ibrahim, de 15 años, trabaja de fregaplatos y Alí, de once años, en un taller de electrodomésticos. Ambos entran a trabajar a las siete de la mañana y salen pasadas las cinco de la tarde. "A que eso debería estar prohibido" apostilla Omar, impotente ante la falta de recursos que impiden a los dos chavales acudir al colegio. La educación no es gratuita y los niños necesitan el escaso sueldo para poder comer. Ganan 3.000 pesetas a la semana. Una comida en el restaurante donde friega Ibrahim, cuesta 300 pesetas. "No alcanza ni para comprar zapatos nuevos" apunta Omar con amargura. Él cobra algo más: 20.000 pesetas al mes. El salario de los obreros que se distinguen entre los muros de hormigón levantados al otro lado de la avenida, no supera las 50.000 pesetas. Nadie de ellos puede soñar con un piso familiar en algún barrio periférico de la ciudad: el alquiler no baja de 45.000 pesetas mensuales. En el centro de Beirut puede alcanzar los 150.000. Para comprar una vivienda hay que poner casi siete millones de pesetas sobre la mesa, el sueldo de treinta años de trabajo.

Omar achaca los altos precios a la política de reconstrucción del gobierno. Todas las obras pertenecen a empresas privadas, no existen pisos de protección oficial. "Sólo construyen oficinas en el centro porque dan más beneficios. Nos quedaremos sin viviendas". Las malas lenguas susurran que la rapidez en la reconstrucción de la ciudad se debe al hecho de que el primer ministro Rafiq Hariri dirige no sólo el gobierno sino también varios negocios inmobiliarios. La amargura de Omar, Hassan y Sadr se acrecenta cuando recuerdan su pasado. "Todos teníamos cortijos en el sur del Líbano," afirman. "Venimos a Beirut en el año 1990. Ahora no podemos volver: nuestros campos están ocupados por Israel".

La bandera amarilla del Hezbolá, el movimiento guerillero que combate sin cesar contra la ocupación israelí, decora la pared en la habitación de Sadr, junto a fotos de dirigentes chiítas de este movimiento. Todos están de acuerdo: Estados Unidos tiene la culpa, porque apoya a Israel. Ni una palabra, sin embargo, contra los libaneses cristianos, que en un primer momento se aliaron con el invasor y perpetraron algunas de las masacres más sanguinarias de la historia de Oriente Próximo. "Hay muchos cristianos que viven en ruinas, igual que nosotros" aclara Omar. "No hay ninguna diferencia entre ellos y los musulmanes".

Adolescentes

Leila se apoya contra la reja metálica que protege la gran escalera exterior de su edificio y fuma un cigarrillo mientras su mirada se pierde en el vacío. Al fondo del vacío se extiende la superficie azul del Mediterráneo, contra el que se recorta la gigantesca mole del Holiday Inn, un antiguo hotel de lujo de veinte pisos en el que no queda ni una sola ventana. A veces, a Leila le pesan los trece años que lleva casada y que la han convertido antes en madre que en adolescente. Leila vive en la sexta planta de un edificio ocupado y su casa tiene un aspecto casi normal: una cocina de gas con grifos y fregadero, un cuarto de baño en toda regla, dos salones alfombrados, un balcón donde su joven vecina Sabbuha le ayuda a tender la colada. Sabbuha vive en el piso de abajo, tiene 19 años y viste un largo vestido escotado sin mangas. Ha nacido en la casa y no sabe si algún día vivirá en otra. De momento aprovecha las vacaciones del instituto para broncearse en la playa y soñar con un príncipe azul y con una entrada en el Club Long Beach, donde un día vale 1.500 pesetas y donde el bikini no es una opción sino la norma. Su hermana In'am, ataviada con una camiseta roja de los Chicago Bulls y pantalones vaqueros, trabaja con su novio Husein en una peluquería cercana.

Desde fuera, el edificio parece homogéneo: una escalera desnuda serpentea por la fachada y ninguna ventana tiene cristales. Por dentro, sin embargo, se distinguen diferentes niveles de vida: en la azotea habitan el sastre Abd el-Zuher y su hija Ibtisam. Ella trabaja en una empresa de informática y se encamina a la oficina con traje de ejecutiva, elegante bolsita negra y pañuelo islámico. Mientras rechaza las fotos en un inglés fluido, con la excusa de que tiene novio formal, su padre se niega a la grabadora de los periodistas con un escueto comentario: "Estoy en la Resistencia".

La Resistencia, es decir el brazo armado del Hizbulá, partido legal pero cauteloso a la hora de aparecer en público, también muestra su presencia en los destrozados bajos del edificio, donde un joven peluquero ha decorado su estudio oscuro y desnudo con las banderas azafrán y negras de este movimiento guerrillero chií. En el inmenso portal de la casa, antaño propiedad de un judío libanés huido al inicio de la guerra, Hussein, un desplazado del la región del sur, desgrana mazorcas de maíz que hierve a continuación en una inmensa caldera. Más tarde, los venderá en la calle por 500 liras, el equivalente a diez duros. En el sucio y húmedo patio detrás, unas jaulas de palomas entre la colada muestran la capacidad de los okupas de encontrar recursos para sobrevivir. Tras las ventanas vacías se adivinan habitaciones sin luz y sótanos llenos de escombros y basura calcinada. Una docena de niños juega en las anchas escaleras y lanza un balón maltrecho contra las ramas del último cedro que ha sobrevivido a la guerra.

Apenas cinco minutos de camino separan la casa de Leila del Paseo Marítimo que rodea tres cuartas partes de Beirut. Esta emblemática calle bulle a todas horas de parejas jóvenes que pasean sin tocarse, adolescentes que prueban el skate-board, quinceañeras en camiseta y pantaloncitos de licra o falda corta que se deslizan sobre patines, vendedores de pan y galletas, niños en bañador que se tiran desde la barandilla al agua templada del Mediterráneo, y soldados de las fuerzas sirias de pacificación que pasean arrastrando sus metralletas cargadas. A pocos metros del Paseo se encuentra el cuartel, flanqueado por dos tanques: otro edificio totalmente en ruinas, donde reclutas con el torso desnudo tienden la colada entre los escombros. Las tropas de Siria pusieron fin a la guerra civil y siguen controlando el país, instalados en todos los puntos estratégicos. En Beirut, sin embargo, parecen parias condenados a vivir en las ruinas, mientras los primeros restaurantes de lujo, discotecas y night-clubs vuelven a abrir sus puertas a escasos metros de los tanques.

Reconciliación entre las ruinas

Mehdi Siklawi, encuadernador y poeta, prepara la narguila, la pipa de agua que no falta en ningun hogar libanés, mientras Leila pone la mesa en el balcón que da a un solar lleno de escombros: pollo frito, crema de garbanzos, verdura en vinagre y refrescos. Mehdi no ha olvidado la guerra pero la describe sin rastro de amargura o rencor. "Tenía 16 años cuando estalló el conflicto. Combatí en las filas del movimiento Amal, que luchaba para preservar la unidad del Líbano, frente a algunas facciones que pretendían crear reinos de taifas para cada religión". Mehdi sorprende con una visión insólita sobre la guerra civil que enfrentó a cristianos y musulmanes: "No fue civil ni fue motivada por tensiones religiosas. Fue una guerra impuesta en la que las potencias extranjeras - Israel, Francia, Irán, Inglaterra, Siria - armaron a las distintas facciones para sacar partido. La prueba es que hoy, tras dieciseis años de luchas, la gente ha vuelto a vivir en completa armonía, nadie distingue entre católicos, ortodoxos, sunitas, chiítas, drusos..."

Mehdi sigue militando en el partido chiíta Amal, la tercera fuerza política del Parlamento, y afirma que Hizbulá se equivoca con su estrategia militar. "La mejor manera de resistir a la ocupación israelí es reconstruir día tras día las casas destruidos por los incesantes bombardeos", asegura. "Hay pueblos que han sido reducidos a escombros y que apenas un año más tarde están de nuevo allí. Esta es nuestra forma de resistencia". Este apasionado analista político se muestra tolerante hasta el punto de asegurar que votaría a un judío como presidente de Líbano, si se presentara con un programa social atractivo. "Lucho contra Israel, no contra los judíos" aclara Mehdi. Aunque su postura refleja muy bien la proverbial tolerancia libanesa, es inverosímil que Mehdi tenga algún día oportunidad de demostrarla en la práctica: tras la guerra, el porcentaje de judíos en Líbano se ha quedado prácticamente en cero.

Un paraíso en obras

La reconciliación es evidente. A lo largo de la Avenida El Khoury, la antigua línea de división, nadie quiere oir hablar de zonas cristianas o musulmanas en una ciudad que nunca había conocido guetos religiosos. Antes de que se hubiera secado la tinta de los acuerdos de paz de Taïf, firmados en 1992, los habitantes de Beirut se encargaron de borrar toda división para así confundirse, una vez más, en la alegre y tolerante mezcla religiosa y cultural, tradicional identificativo de la Suiza de Oriente. El gobierno, por una vez, ha aprendido la lección y expide un nuevo tipo de carné de identidad en el que ya no consta la religión del ciudadano, antaño referencia obligatoria.

Las modas contribuyen a difuminar toda diferencia, como asegura Brahim, un joven libanés al observar dos chicas con blusa y falda corta que se dirigen a la playa: "Probablemente sean musulmanas, pero no estoy seguro. Nosotros mismos ya no sabemos distinguirnos, y tampoco importa. A la hora de casarse, la religión no es un obstáculo". Los rencores, las tensiones y las venganzas, aparentemente inevitables tras un conflicto de tal duración, brillan por su ausencia.

Los libaneses de todas las facciones han redescubierto su denominador común: la pasión por los negocios y por el dólar. El dinero no deja manchas de sangre. Sólo de sudor. Y en muchos casos es un sudor ajeno: el de indios de Madras, africanos del sur del Sáhara, sirios del país vecino, más poderoso y más pobre. En parte son ellos quienes levantan los innumerables rascacielos, pavimentan las calles y mantienen las infraestructuras del Líbano. Pero apenas se benefician de ellas: para que el magro sueldo de albañil alcance hasta el fin de mes, muchos de ellos habitan en las ruinas.

Líbano hoy sólo tiene una meta: olvidar lo más rápido posible sus heridas, sus ruinas, sus muertos, y hacer honor a su vieja fama que le viene desde los fenicios, convertirse de nuevo en un eldorado financiero, en night-club y discoteca abierta los 24 horas, en pasarela de la moda y de las mejores cantantes de Medio Oriente, en la gran casa editorial árabe, en el kiosco de la prensa libre, en el chalet de fin de semana de los príncipes jordanos o saudíes. En suma, en esta parcela de libertades que convierten Líbano a los ojos de sus vecinos en un paraíso. Un paraíso en obras.

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