NO VEN LLOVER cohetes israelíes, no tienen tanques en la puerta de casa, no escuchan el estruendo de los cazas cada noche. Pero no por eso es fácil la vida en Cisjordania. La franja hermana a Gaza, la otra porción de tierra palestina que aguarda la independencia prometida para este año por los acuerdos de paz de Annapolis, vive el asedio de la operación Plomo fundido con el alma en vilo. Nada más alejado de la indiferencia. “Que no nos maten a nosotros no quiere decir que no nos duela ni que lo paguemos, aunque de otra forma”, sostiene Nasser, un arrugado taxista de Hebrón.
Y es verdad que lo pagan: ya son cuatro los palestinos muertos en la zona desde que comenzó la incursión israelí en Gaza; se trata de personas que participaban en las numerosas manifestaciones que llenan las calles de Ramala, de Belén, de Jericó, con una misma exigencia: el alto el fuego.
En Hebrón, los fruteros cierran durante una hora para concentrarse en silencio ante una oficina de Naciones Unidas, “porque no hacen nada por parar esto”, se lamenta la joven Julud mientras se limpia las manos en el mandil. Lo dice con ojos verdísimos en los que pesa un hondo reproche al occidental que pregunta. “¿Y ustedes? ¿Y los ricos? ¿Por qué no paran esto? ¿No ven que mueren niños?”, interroga a gritos, rompiendo la quietud de la escena.
Más ruidosos son en la calle de la Estrella de Belén, donde los vecinos y comerciantes han cortado la vía con fotos de las víctimas de Gaza. Said, cristiano, pasa las cuentas de su rosario. Ha regresado a su ciudad en la última remesa que el Ejército israelí ha permitido entrar en la ciudad, tras decretar el cierre de fronteras. Nadie entra, salvo los turistas. Nadie sale, salvo los turistas. Said, de 54 años, tiene permiso de trabajo en Israel y cada día va con su coche a Jerusalén, a 100 metros de distancia, para trabajar como peón albañil.
Hoy ha sufrido un calvario que llevaba días sin soportar. Unos chavales uniformados le obligaron a salir del coche, a descargar la compra, a hacer flexiones. Les tuvo que dejar dulces de regalo, una mordida habitual. Lo narra a punto de llorar, no por su “dignidad” dolida, sino por el hecho de que su hijo, Omar, de 11 años, haya visto la “humillación” a la que lo han sometido. “Si maltratan a tus mayores, si cierran tu tienda por decreto, si no te dejan salir de esta ratonera... Al final el odio es inevitable y se acumula, y la respuesta de los hombres puede ser violenta”, apunta en un susurro, a su lado, Sabri, un joven vendedor de kefias y chilabas.
Peligroso es el argumento del comerciante, pero más aún es escucharlo en boca de un mico llamado Salam. A sus 15 años, tiene claro que “lo que están haciendo a los hermanos de Gaza merece más muertos”. ¿Estaría él dispuesto a dar ese paso, a morir matando? Sonríe, tímido, y duda. “Ummm... Si atacan a los míos, puede”. Maybe, dijo en su inglés suave.
Bloqueados
Estas respuestas, ese sentir de revancha, es el que el portavoz del Ministerio de Defensa israelí, Mark Regev, enarbola para asfixiar a los cisjordanos. “Ellos nos quieren en sus manos y por eso impedimos que salgan”. La Autoridad Nacional Palestina, que gobierna a este lado del muro de hormigón, ha tomado la decisión de impedir también la entrada en su franja de todo ciudadano israelí.
Eso enciende a los soldados, que intensifican los controles y hasta manosean a los ancianos que intentan pasar por el check point. A algunos turistas, incluso, les incautan los regalos comprados en suelo palestino, con la excusa de que pueden tener “algún elemento explosivo”. “¡Pero si es un pañuelo, si sólo llevo un belén!”, se queja la pareja rusa. No hay nada que hacer.
En esta zona no hay hambre ni miseria, porque las sucesivas ayudas de la ONU y la Unión Europea a la Autoridad Nacional Palestina ha servido para tener carreteras transitables, un par de buenos hospitales, luz y agua. En Ramala, la capital de la franja, donde los novios palestinos pasan su luna de miel, el dinero internacional no calla a los indignados. Se mira mal al extranjero, al que no ayuda, al que pregunta pero no da soluciones.
Lo mismo ocurre en Jerusalén Este, el reducto palestino de la capital triplemente santa. Allí piden dinero “para la causa de Gaza”, allí se reza “por la perdición de Israel”, allí se pintan los muros con mujeres que lloran. Su temor ahora es el futuro del Estado palestino, congelado por la muerte y la división de un territorio de la Autoridad Nacional Palestina y el otro, de Hamás. El asedio israelí, tras dos años de división, ha unido de nuevo a los palestinos. |