La tercera España: el alma morisca

(2ª parte del ensayo 'Al-Andalus: del mito asumido al Renacimiento' 1) deutsch  english   español   français

 

Sevilla · 2008  Emilio G. Ferrín ferrin

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El fenómeno morisco en la España posterior al XVI requiere, al menos, tres posibles acercamientos diferenciables:
         1.— El grupo poblacional morisco enquistado, muy particularmente en las serranías andaluzas, cuya alienación con respecto al modelo de Estado de los Habsburgo propició su constitución en maquis andalusí.
         2.— La moda morisca como resistente influencia costumbrista andalusí en campos como la gastronomía o artesanía, pero también en artes como la cetrería o incluso alquimias y medicinas de tinte alternativo. En gran parte de los casos, morisco era más adjetivo que sustantivo —ya vendrá el tiempo de sustantivar—, en una Europa en proceso de des-orientalización que mantenía términos como turquesco o el citado morisco en creciente acepción peyorativa o a veces mistérica y jofórica2 . Con el perjuicio que esto último podía acabar acarreando en una sociedad delatora y temerosa de regímenes inquisitoriales.
         3.— En tercer lugar, lo morisco resultaría remitir al injerto y disolución posterior de los remanentes culturales andalusíes. Se trata de un algo así como alma morisca, y equivaldría a cuanto podemos denominar mudejarismo en el campo concreto del arte, si bien en los modos y modas culturales intervendría sutil pero decisivamente en la forja de una cierta Tercera España; la que no era inquisitorial ni fue expulsada. La muy leída e inquieta que tardaría en ubicarse pero acabaría haciéndolo para mayor gloria del Siglo de Oro. Esta Tercera España encontraría enormes dificultades para plegarse a un modelo de Estado nacional—católico y castellanista. Asimismo provocaría los deslices de impronta ética y cuestionadora que propiciarían —por ejemplo— la extraña asimilación del llamado erasmismo español o mil y una corrientes heterodoxas como los alumbrados.
         Esta es probablemente la Tercera España normalizadora de un pasado tomado como ajeno y que debe explicar la alimentación renacentista que tuvo lugar en España por efecto de un siempre minusvalorado pre-renacimiento euro-árabe; andalusí para más señas. Es ésta la Tercera España que —en palabras de García Cárcel— quiso y no pudo evitar la confrontación de 1640. La España condenada a ser “la España que no pudo ser”, como tantas veces a lo largo de nuestra historia 3. En la puesta por escrito y proyección dogmática de nuestra historia, la versión hispana del mito del eterno retorno —Mircea Elíade4 — cruza un puente aislacionista: la negación de al-Andalus; el temor a haber sido algo tomado después como ajeno, extraño. Alienante en el monoparental tratamiento de las fuentes culturales europeas.

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El cierre de España preconizado desde un régimen —decíamos— nacional-católico y castellanista, dejaba fuera de circulación a un modelo de poder ser por haber ya sido, ahorcado así en un tiempo coincidente con el eclipse de lo árabe en el Mediterráneo, motivado en parte por cuatro factores:

  1. La circunvalación portuguesa de África en 1497 puenteaba las redes del comercio árabe.
  2. Un islam ya turco será el que capitalice el enfrentamiento mediterráneo desde la toma de Constantinopla (1463).
  3. El maquillaje castellanista de Granada (1492).
  4. Y, por último, la imprenta europea, latina, se presentaría como la nueva revolución cultural menospreciada por un ya rancio mundo árabe anclado en el único valor manuscrito de su alfabeto.

Si a lo anterior añadimos la llegada de la plata americana a los futuros bancos europeos, podemos retomar aquella idea del eclipse de lo árabe y extraer como conclusión lo extraño, atemporal, ajeno y amenazante en que debió presentarse lo post-andalusí; ya morisco, ya sutilmente mudéjar desde el Mediterráneo hasta la Nueva España, el actual México.

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En esa aludida versión hispana del mito del eterno retorno, la época áurea más acorde con el reflejo ideal de los tiempos sería la Hispania visigoda cristiana, para re-interpretación de la cual se acuñó a posteriori la falacia de la reconquista. Como si casi ocho siglos de propia andadura en otro idioma —el árabe era la lengua del momento en el Mediterráneo— respondiesen a un sueño, un rapto de voluntad momentáneo. La Europa renacentista se pretendía esencialmente greco-latina, recuperada al fin de una pesadilla alienante. Y en modo alguno se tuvieron en consideración las diversas fuentes orientales de esos renacimientos, tales como la fronteriza Sicilia, las orientalizaciones venecianas, el permanente trasiego comercial con Constantinopla, o este espacio europeo en árabe llamado al-Andalus.

         Esta última fuente pre-renacentista, al-Andalus, se filtró en la Europa que así propiciaba en gran parte a través de varios canales:

  1. Las traducciones en torno a la Escuela de Toledo.
  2. Las más desperdigadas versiones latinas de obras e ideas andalusíes merced a la trágica diáspora judía expulsada de aquella España cerrada; particular segunda España erradicada que transportó en sus alforjas la cultura andalusí.
  3. Y por último se filtró también a través de la constitución de la aquí tratada España morisca, mudéjar, o en todo caso en trance de disimulada adaptación a los tiempos.

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Esta Tercera España, incómoda en el corsé de los tiempos casticistas, debió fingir olvidar que había nacido del rechazo; la negación a asimilar lo andalusí como parte habitable de nuestra historia. Y valga, por oportuna, esta referencia a la terminología y pensamiento de Américo Castro relativa a que no habitamos nuestra historia. Cuanto suele ocurrir con inmuebles vacíos tuvo y tiene lugar con esa parte de nuestra historia deshabitada: que vino a ser ocupada por orden de una limitadísima percepción del devenir histórico cual es la biografía de las religiones, pasando a reivindicarse lo andalusí desde lo estrictamente islámico contemporáneo. Así, hoy día se permite un pakistaní —pongamos por caso— sentir que al-Andalus forma parte de su memoria histórica, en dislate semejante a si reivindicase un nicaragüense —pongamos también por caso— los logros culturales de Bizancio por el mero y mismo hecho de compartir religión mayoritaria.

De nuevo: el abandono de una parte de nuestra historia habitable preludia la reivindicación ajena —enajenación— y el olvido de unos tiempos limítrofes. Y algo parecido debió ocurrir al compartir tiempo y espacio mediterráneo aquel post-andalus morisco y mudéjar ante la entrada en escena del enemigo público de Europa: el turco. Ya no se trataba sólo del mito del eterno retorno que puenteaba el ilustrado tiempo árabe de Europa —al-Andalus— más lejos aún, lo morisco era asimilado con el enemigo, en ese tiempo inaugural —de largo éxito— con excusa religiosa para las guerras comerciales. La asimilación heterodoxa, la ocultación o la huida al monte serían las únicas alternativas para la España que aún no había dejado de ser y ya no debía seguir siendo.

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Así, junto al enfoque de Américo Castro sobre la olvidada habitabilidad de nuestra historia, un enfrentado Sánchez Albornoz certificaba la defunción de una España inconclusa. Afirma el citado —y destáquese su alineamiento con la tesis de las religiones como sujetos de la historia—: el islam, al morir en al-Andalus, concluía de envenenar <sic> a España5 . Pero no; al-Andalus andaba filtrándose en la Europa de las ideas científicas6 , así como en la España de las mentalidades camufladas; aquella España morisca rumbo al Siglo de Oro. La misma Tercera España olvidada que eclosionó en un determinado ambiente cultural.

Por ejemplo: apunta en este sentido Juan Goytisolo cuando suele definir un libro que conoce bien, el Quijote, como arma contra el olvido; contra el patente memoricidio que hemos perpetrado. En este sentido, resulta esclarecedor el modo en que la España de alma morisca se cuela por resquicios diversos de ese citado Quijote memorioso. Por centrarnos en un caso, al final del capítulo 9 —aún en la primera parte—, en el cinematográfico corte de escena al estilo de los y continuará… de los seriales televisivos, nos presenta magistralmente Cervantes a Alonso Quijano y el Vizcaíno congelados narrativamente, espadas en alto. Confiesa entonces el autor que en ese punto concluía el manuscrito compilado por aquel supuesto Cide Hamete Benengeli —pretendido historiador arábigo—. Pues bien, al retomarse la narración en el siguiente capítulo, se plantea el autor que debe ser buscada la continuación manuscrita, dedicándose a ello en un mercado de Alcalá. Al poco, celebra el narrador haber hallado un cartapacio que contenía otras aventuras del sin par caballero don Quijote. Pero resulta —en coherencia con la ficción anterior— que estaba escrito en árabe.

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He aquí una ilustrativa primera noticia sorprendente: aún se venden textos árabes por los mercados de principios de los 1600. ¿Quién los leería? La segunda noticia sorprendente no lo es menos; Cervantes se plantea buscar a alguien que lo traduzca, y lo halla de inmediato: aún se presentan abiertamente trujimanes —traductores— del árabe. Y la tercera es la más sutil noticia de las tres. Efectivamente, según va avanzando el traductor en su lectura, se trata a todas luces de la historia continuada de Don Quijote, y en ella aparece por vez primera un personaje esencial; Doña Dulcinea del Toboso. En la descripción que sigue de la enamorada del Quijote, el traductor debe parar un momento para reír, dado que —según va leyendo— Dulcinea tenía gran mano para salar cochinos a la puerta de su casa. ¿Quién debía hacer alarde de comer cochino, y para ello salarlo a la puerta de su casa?. Por eso ríe el traductor, porque ha reconocido a una igual. Dulcinea es morisca o hija de tales. Porque debe mostrar aireada porcofilia en una época de dudosa búsqueda de sangre limpia.

Claro, es la España de las apariencias. Y el morisco que así se presente puede atraer las iras dogmáticas del Estado cerrado. Por eso este Quijote, definido antes como arma contra el olvido, incluye otra profunda y áspera crítica al estado de las cosas. En el capítulo 37 de la primera parte aparece en una venta un pasajero que por su traje mostraba ser cristiano llegado de tierra de moros. Cervantes está auto-retratándose como galeote de ida y vuelta en el cruel destino de tantos españoles, entre condenados, huidos, o entre los llamados elches; los renegados. Este cristiano venido de tierra de moros y del capítulo 37 trae una acompañante: la mora Zoraida, que ya no quiere ser conocida como tal sino como María, en recuerdo de la madre de Jesús a la que rezaba siendo niña por complicidad con su aya cristiana.

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Esta Zoraida/María, en todo caso morisca por su vestimenta, vino huida junto con el liberado de tierra de moros y con el único objetivo de ser cristiana. Y su propósito revelado levanta un elocuente silencio entre la audiencia de aquella venta tertuliana. Porque saben que ya España se ha cerrado, y no es tiempo de ser sino de parecer; ya la firme convicción ético-religiosa de una fervorosa creyente no va a poder adoptar a Zoraida/María en tierras de apariencias. Se muestra aquí Cervantes —en tal historia de la rechazada Zoraida— sutil heraldo de la Tercera España de alma morisca en sus formas e inútilmente limpia en su intención. Y no pensemos que mueve al autor alineamiento alguno con el turco de su tiempo, ni mucho menos. Antes bien, la inteligencia creativa de Cervantes establece por fin la necesaria brecha existente entre lo morisco propio y lo turco ajeno.

Inequívocamente militante contra lo turco —en todos los sentidos—, Cervantes resume el aura cruzada de Don Quijote en los versos que a éste dedica el interpretado caballero Orlando, incluidos en las recomendaciones iniciales del texto: serás como yo si al soberbio moro domas, le dice Orlando incidiendo en esa brecha cervantina que separa al sentido del Estado en su tiempo —enfrentado a la piratería y sultanato turcos— de aquello de donde venimos, lo que somos; lo que lleva España en su interior acallado por el miedo a represalias de un nacional—catolicismo castellanista —decíamos—, atento a las formas y no a los contenidos.

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Por eso se incluye a Cervantes en la nómina de los ilustres erasmistas españoles. Es aquello repetido por Bataillon acerca de que Erasmo era holandés, pero el erasmismo es español. La propia sorpresa que expresó el mismo Erasmo de Rotterdam ante el hecho de su éxito en España apunta en este sentido. Erasmo estaba proclamando una revolución ética; una vivencia cristiana basada en la espiritualidad interior, alejada del formalismo extravagante que el catolicismo hispano andaba hipertrofiando, exagerando por aquello —sin duda— de deber mostrarse con el furor del neófito —fingido— en la España de alma morisca que aún palpitaba. No; aquella cripto-cristiana convencida, aquella mora que en el alma es grande cristiana, Zoraida, sólo podrá ser española si la patria cervantina se erasmizaba por completo. Si se popularizaba aquella bandera del erasmismo llamada equívocamente el cuerpo místico de Cristo.

Es un hecho historiográfica e historiológicamente demostrable aquello de que en España, un experto es un extranjero que viene a hablar de cualquier cosa. A los efectos de revoluciones culturales, esto se traduce en que siempre que hubo una repentina ilustración colectiva —llámese krausismo, afrancesamiento, el erasmismo que nos ocupa o incluso la previa orientalización andalusí—, el proceso fue siempre autóctono, y la excusa referencial siempre exterior. Es España país de recetas avaladas, alérgica a experimentos. Esto explica en parte la necesidad de llamarse erasmista aquella Tercera España en la que aún palpita lo genérico morisco, por más que se pongan a salar cochinos a la puerta de la casa, como aquella Dulcinea ilustrativa.

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Cuando afirmábamos que el erasmismo aspiraba al llamado Cuerpo místico de Cristo, lo tildábamos de equívoco porque puede sonar a una de tantas cantinelas clericales sin sentido real más allá de lo altisonante. Pero para los erasmistas, la llamada al Cuerpo místico de Cristo era un canto ecuménico. Ese Cuerpo representaba la sociedad completa, hermanada al fin. Y de aquí la simbología del Cristo hermano. Un solo cuerpo social en que el rico, el pobre, el morisco y el obispo pudieran convivir en una religión de mínimos formales y máximos de contenido. Es, evidentemente a lo único que podía aspirar la aún enorme cantidad de cripto-musulmanes y cripto-judíos que —aún sin saberlo— se reservaban un lógico cuestionamiento de dogmas cristianos basados estrictamente en lo formal.

En este sentido, y aún a riesgo de extralimitarnos en el tratamiento de esta Tercera España, la que no era inquisitorial —una— ni fue expulsada —dos—, cabe resaltar que logró a duras penas asimilarse con ciertos éxitos de filtración. Por ejemplo: mucho después —llegaría hasta 1854—, a los dominicos encargados de extender el manto dogmático de la España nacional-católica les sorprendió —hasta el punto de oponerse fieramente— la ya larguísima obsesión sureña por la llamada Inmaculada Concepción de María. Tal extraña obsesión fue elevada a dogma por presión popular en uno de esos citados éxitos de filtración de la Tercera España. De hecho, el que María naciese sin mácula no responde a un tratamiento evangélico canónico de la Virgen María, sino que refleja a la perfección el sentido coránico, por contagio sin duda de evangelios apócrifos que la muy mariana Tercera España guardaba en su alma morisca. El alma mariana de la quijotesca Zoraida.

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Pues bien; aquella Tercera España etiquetada como erasmista y con necesidad ecuménica, desheredada y cripto-herética; heterodoxa en cualquier caso, necesitó mostrar éticamente su posibilidad de sumarse y purificar a la creciente patria de campanario, como la definiría mucho después Miguel de Unamuno. Se hizo erasmista por aquello de buscar —decíamos— injertos foráneos para necesidades e inquietudes propias de un tiempo en que la gente —como la bruja del cervantino Coloquio de los perros—, rezaba poco y en público, murmuraba mucho y en privado. La España de los golpes de pecho que el pueblo de alma morisca —sorprendentemente ilustrado— no podía compartir.

Aquel erasmismo como estado de opinión ético debería, así, considerarse postrimería heráldica de un al-Andalus —por lo mismo— pre-renacentista. Lejos del borrón y cuenta nueva, la lógica de la historia como secuencia continuada de nuevos comienzos se presenta así más comprensible. Lejos también del posterior trauma sociológico de deber superar un memoricidio porque, en Historia, todo proceso ninguneado prepara su venganza. Por lo demás —y de nuevo— ese erasmismo en tanto que estado de opinión ecuménica, y como proclama de que en España cabían todos, buscaba un desarrollo ético—social resumidor de un tiempo —acaso smbólico— ilustrativamente descrito por Jorge Luis Borges como la España del islam, de la cábala y de la noche oscura del alma.

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Tales logros sintéticos, ocupados del bien común, han sido genéricamente definidos por Karen Armstrong como tiempos de encrucijada y gran transformación, prometedores de bien social y comprometidos más con el ser humano que con el dogma7. Es probable que fuera esa la verdadera y más valiosa España imperial, y no —o no sólo— la de los barcos. Aquellos, al menos, parecen ser los cañamazos entre los que se tramó la Tercera España. La alternativa al olvido podía pasar por la más ilustre re-definición de una posible voluntad de vida en común. Alternativa también —y eso lo supieron ver los más versados erasmistas— a la España cerrada de cruzazo, campanario, hoguera y expulsión.

Un buen conocedor de esta Tercera España, José Luis Gómez Martínez —impulsor desde los Estados Unidos del llamado Proyecto del Ensayo Hispánico— traza el muy ilustrativo paralelismo ejemplificador de un cambio sustancial de mentalidades. Se trata de comparar el epitafio de Fernando III el Santo y el de los Reyes Católicos. El primero, redactado en latín, castellano, hebreo y árabe, remite a su tiempo de acuñación; el del nuevo rey hijo, Alfonso X el Sabio. El que escribió en una de sus Cantigas: Dios es aquel que puede perdonar a cristianos, judíos y moros con tal que tengan en Él bien firmes sus convicciones. Frente a esto, el epitafio de los Católicos reza así: Monumento erigido a la memoria de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, hombre y mujer iguales, ante los que se postró la secta de los mahometanos y quienes erradicaron a los heréticos judíos 8.

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El cambio cualitativo entre ambas concepciones de la Corona se intensificó inexorablemente en el mismo sentido más allá de los Católicos hasta adentrarse en el tiempo de los Habsburgo. Especialmente el cambio de tornas que representó la muerte de Carlos V en 1558. La España de la contrarreforma no iba a incluir a conversos explicitados en tanto que heterodoxos; no contendría entre sus fronteras a Tercera España alguna que plantease diálogos sociales, a la postre nada alejados de determinados discursos reformistas nor-europeos coetáneos. Es decir; de algún modo, el erasmismo español —que cubría con su cálido manto ético al alma morisca hispana— europeizaba cuestionamientos dogmáticos en línea con cuanto la Reforma planteaba, en contra —con el tiempo— del siguiente Emperador Felipe II. Emperador hijo —que no seguidor en este sentido— de un Carlos V sujeto impulsor de una Respublica Christiana; por efecto del contagio ilustrativo de su secretario de cartas latinas, el erasmista sin par Alfonso de Valdés. Pero todo iría cambiando con el giro imperial-catolicista de Felipe II.

La Tercera España de vieja alma morisca concordaba con las ideas modernas y revolucionarias europeas. Siendo ambas corrientes —alma morisca y Reforma—, sujeto de persecución por igual así como de confusión posterior historiográfica. Aquel posible Cuerpo místico —sociedad igualitaria— integrador en tanto que alternativa al catolicismo de cuño más integrista, podía sumar a post-judíos, conversos, mudéjares, cripto-moriscos, alumbrados y erasmistas de diverso pelaje, remisos todos a la llamada tiranía de la costumbre —en terminología erasmiana—. Es interesante recalcar esto: la Tercera España de alma morisca concordaba con el espíritu de la Reforma europea. Y aquí encajaría a la perfección la pieza de personajes claves de este tiempo convulso como los célebres fugados del régimen Casiodoro de Reina, Antonio del Corro, y Cipriano de Valera. O tantos otros perseguidos —y tantos masacrados— en la España que limpiaba por igual pasado y futuro; alma morisca de tercera posibilidad y futuro reformista de unas ideas que hoy hace ya decenios han sido asimilados dogmáticamente hasta en el seno del catolicismo.

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Los tres citados, y en particular Casiodoro de Reina, son un  eslabón perdido de la Tercera España. Casiodoro, primer traductor de la Biblia al español, desafiaba a los prescriptores de un estado doctrinal que dejaba la lectura e interpretación de la Biblia latina al clero. Así se mandaba, porque mucho judío andaba explicando la Biblia traducida según sus cripto-creencias, y mucho falso converso interpretaba libremente. Casiodoro se vió obligado a abandonar el monasterio de San Isidoro del Campo (Sevilla, España) en 1557 —coincidiendo con el cambio de emperador— y publicar su célebre traducción —la Biblia del Oso— en Basilea9 . La primera traducción —decimos— de la Biblia, constituida en la futura base de los cristianos protestantes, había surgido de las tierras intermedias de una Andalucía con indescriptible alma post-andalusí; morisca. No en balde Casiodoro había pertenecido a la orden de los Jerónimos, y sabido es que tal Orden resultó refugio de conversos de diverso tipo, que de este modo heterodoxo se sumaban a las mil y una tendencias conciliadoras —inútilmente— que aquella Tercera España insinuaba al poder establecido. Casiodoro protestaría en el Frankfurt de 1558 tras la cruel ejecución del aragonés Miguel Servet, martirizado por un mismo espíritu, en puridad un estado de cosas desalmado.

Llegaba el tiempo en que la plata americana exageró hasta la demencia manierista la iconografía cristiana. Enfrentado el régimen a modos religiosos interioristas que lo mismo podían servir a distintas creencias —Estado miedoso de diversidad, acomplejado de singular pasado caleidoscópico— se retaba con pompa pre-barroca a los resquicios de iconoclastia islámica y judía hasta el punto de generar —por ejemplo en el caso de Andalucía— representaciones exageradas del Corpus o la Semana Santa. Aquella plata americana resplandecía en varales repujados, pasos y custodias hipertrofiados, con un mismo alarde para tapiar todo resquicio de morisquidad con religión minimalista; el mismo alarde —decimos— con que aquella salaba el cochino a la puerta de la casa.

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En 1527 se había celebrado la llamada Junta de Valladolid como freno pre-contrarreformista ante una serie de ideas florecidas desde la Tercera España y distribuidas con celeridad desde Sevilla y Alcalá merced al alcance de la imprenta, verdadero instrumento de revolución cultural. Aquella Tercera España se encontraba desubicada por el aún no lejano corte de digestión de la herencia andalusí así como por la creciente presión contraria a la gestante Reforma europea.

Pero no se amilanó, sino que se volcó a publicar razones erasmistas e iluminadas de todo tipo, merced a las cuales hemos podido constatar una fe de vida. Es el caso de los citados Alfonso de Valdés o el propio Cervantes. Huelga decir que el fuerte de tales arietes de la conciliación con el pasado y preparación para el futuro nunca fue la limpieza de sangre, y sí las galas de humildad intelectual, modestas e irreales, qué duda cabe, a tenor de la formación que denotaron.

Es, de nuevo, el caso de Cervantes y sus avisos sobre cómo acercarse a la Escritura Divina, a medio camino entre erasmismo y heterodoxia isidoriana del Campo, por aquello de Casiodoro de Reina. Cervantes recomendaba un acercamiento a libros tales con tantico cuidado, aludiendo así el autor a las más que probables advertencias persecutorias. En las citas cervantinas a León Hebreo, su coincidencia con el otro hermano Valdés —Juan— al condenar no todos los libros de caballería, o en sus alusiones al Tratado del amor de Dios de Fray Cristóbal de Fonseca, se deja traslucir una sin par com-pasión —por aludir a la etimología— con los devastados por el Estado en cierre. Como aquel morisco Ricote echado de menos por Sancho Panza; su expulsión no comprendía nadie, pero tampoco nadie movió un dedo por evitarla.

Es —finalmente— esa Tercera España de vieja alma morisca la que habla cuando Alonso Quijano recibe una solemne paliza tras la cual el hidalgo, entre alusiones al romance del moro Abencerraje y la hermosa Jarifa, espeta un particular y universal grito que sirve de definición para aquella España de memoria traicionada: Yo sí sé quién soy.

Notas

1 Emilio González Ferrín, “El temor de al-Andalus; la Tercera España”. En: Mercedes Delgado y Fátima Roldán (Eds.), La fascinación de al-Andalus. Homenaje a Soledad Carrasco Urgoiti. Sevilla: Cajasol, 2008, 121�
2 El joforismo: referido a jofor —del árabe yufur, adivinar. Pronóstico morisco— DRAE s.v. “jofor”.
3 García Cárcel, “La Tercera España de Cervantes”.  ABC, 25.8.06, pág. 3.
4 Mircea Elíade, El mito del eterno retorno. Buenos Aires: Emecé, 2001.
5 Claudio Sánchez—Albornoz, España y el Islam. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1943, pág. 46.
6 Emilio González Ferrín, Rumbo al Renacimiento: ciencia y tecnología en al-Andalus. Sevilla: Corporación Tecnológica de Andalucía, 2007.
7 Karen Armstrong, The Great Transformation…. Londres: Atlantic Books, 2006.
8 José Luis Abellán, El erasmismo español. Madrid: Espasa Calpe, 2005. Véase el prólogo de José Luis Gómez—Martínez, pág. 35.
9 La Biblia del oso: libros históricos (I) / según la traducción de Casiodoro de Reina... /Ed. Juan Guillén Torralba). Madrid : Alfaguara, 2001. Llamada “del oso” porque en su portada aparece un oso comiendo un panal.

 

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