Al-Andalus: Del mito asumido al Renacimiento
deutsch english español français
Sevilla · 2008 Emilio G. Ferrín
Llamar “nuestra” a la cultura de al-Andalus supone una ruptura con aquella
manipulada educación colectiva en la que fuimos instruidos.
Andrés Martínes Lorca
Maestros de Occidente: estudios sobre el pensamiento andalusí 2.
1.— Parapeto: el juez y el historiador
La Historia Oficial siempre se sujeta con los andamios del mito. Y es siempre pretenciosa porque se escribe para escarmiento del presente, en permanente moraleja. También pretende —en tradicional tautología— dar la razón a los historiadores oficiales, por lo que uno diría que la Historia se produjo para aparecer reseñada. En semejante panorama interpretador utilitarista, es lógico que la Historia Oficial siempre infantilice los procesos, simplificando las razones: conquistas, reconquistas, batallas y héroes. Buenos y malos, moros y cristianos que no osan salir de sus respectivos templos ni llamar a los portones de las fechas acuñadas: si es usted cristiano, es usted bueno y heredará Europa. Si es usted moro, es usted malo y está en el lugar equivocado. Si usted nació en 1300 está en plena oscuridad medieval; si lo hizo en 1493, bienvenido al luminoso, exultante y ex novo Renacimiento.
No se puede pedir mucho más en el secular relevo creacionista que constituye gran parte de nuestra cadena interpretativa, siempre parcelada: usted se ocupa del 711, usted del 1492. Usted del norte, usted del sur. Usted del arte, usted de la economía. Usted puede escribir de esto, usted no. Así, todo surge como por generación espontánea, inconexo, hiper—especializado, jerarquizado y extraño. Y el mayor perjuicio es precisamente el juicio: la Historia debe interpretarse y puede llegar o no a comprenderse; pero nunca debe juzgarse en los sistemas de valores del presente. Nunca deben interferir en sus respectivas labores el juez y el historiador, según nos lo explicó el italiano Carlo Ginzburg3: al igual que todos tenemos derecho a una sana tutela judicial, deberíamos tenerlo también a una sana tutela histórica.
Porque nunca debe el juez meterse a historiador —y lo hace; véanse célebres autos de procesamiento en casos con musulmanes implicados. El modo en que un juez se permite hacer la muy particular historia del islam calificable de caza de brujas diacrónica—. Por lo mismo, el historiador no debe meterse a juez —y lo hace; al-Andalus, por ejemplo, ha sido sentenciado a la luz de los enfrentamientos contemporáneos; su tutela ha sido concedida a geografías extrañas por el mero hecho de juzgarse la historia sobre el espejo deformante de cuanto hoy entendemos como las identidades religiosas.
El problema es siempre la falta de rigor. El viejo aforismo italiano traduttore, tradittore —traductor, traidor— encierra en sí una mentira muy elaborada. Porque precisamente no es traidor quien traduce sino quien, sabiendo cuanto significa, no lo traduce adecuadamente. Esto es aplicable a todo acercamiento científico esclarecedor: traiciona quien, sabiendo, no quiere explicarlo. El ejemplo clásico en la islamología y/o arabismo es precisamente una no traducción; la del nombre de Dios en árabe —transcrito Allah—. Bien: Allah no es el dios de los musulmanes, sino Dios en árabe. Tal y como aparece en las versiones en árabe de los Evangelios o el Corán. ¿Tienen acaso los angloparlantes un dios diferente llamado God? No traducir Allah por Dios, y dejarlo transcrito es asumir una alteridad e incidir en ella. Es —sin duda— marcar una distancia.
Y cuanto es aplicable al campo de la traducción lo es también al de la interpretación historiográfica. Miente quien oculta, quien vende lo propio por ajeno, y quien se debe a una causa antes que a la búsqueda de la verdad. Porque al decidir no interpretar o no traducir, en definitiva, al hacer opaco lo que puede mostrarse con transparencia, se está tergiversando ese objetivo último de la investigación científica: buscar la verdad.
A los efectos de cuanto nos interesa —recordemos el título: al-Andalus, mito, etc—, el arabismo y la islamología discurren en gran medida por ese mismo sendero de trasladar opacidades en diversos aspectos. Por una parte, los historiadores de la lengua árabe siguen partiendo del mito creacionista coránico sin inmutarse ante las evidencias de todo razonamiento humano, y ya veremos la repercusión que puede tener esto en las dataciones de todo hecho islámico. Por otra, los medievalistas españoles siguen enrocados en sus apriorismos anti-arabistas —al-Andalus como excepción extrapolable en la sana, goda y cristianísima historia hispana— sin que los estudiantes puedan ver en las aulas cuanto el sentido común lleva a discernir: lo absurdo de los telonazos históricos —conquistas, reconquistas, etc—.
Y todo esto no responde a falta de documentación o formación en materias nuevas, sino por miedo a la libre circulación de las ideas. Los ejemplos que pongo siempre a mis alumnos en cuestiones tales son dos. Por una parte: la obra del egipcio Taha Husayn a principios del siglo XX, desestimando la pretendida antigüedad de los poemas árabes preislámicos 4 es prácticamente una narración de Perogrullo que, sin embargo, el arabismo aún no se resuelve a admitir para desmontar por fin el constructo creacionista de los orígenes culturales árabes.
Por otra parte, y como segundo ejemplo, puede citarse el tratamiento canónico —ninguneo, desprecio, desestimación sin contraste— a la obra menospreciada de Ignacio Olagüe en los setenta del siglo pasado —La revolución islámica en Occidente 5— en la que cuestiona el mito de la invasión del 711. Conservo cerca de diez reseñas de la época en que lo más granado del arabismo y medievalismo español y francés menospreció el libro sin análisis ni lectura demostrada —¿quién lee un libro si un sicario se lo puede reseñar?—. Las críticas de entonces se han visto desvanecidas por ediciones posteriores de la obra —eran críticas a faltas de pie de páginas y referencias, después incluidas— y sin embargo se sigue asumiendo un discurso de manual obsoleto.
Pero es hora ya de historias más creíbles que incluyan a pueblos, procesos, incongruencias y sorpresas. Que admitan en el pasado anatomías semejantes a las del presente. Motores similares, necesidades y egoísmos parejos. Es tiempo de aplicar lo que el resto de las ciencias ya ni cuestiona: el evolucionismo. Todo es hijo de lo anterior, a lo que modifica ligeramente. Todo es superado por efecto de lo nuevo fortalecido que surge, pero no a causa de decadentismos anteriores como el viejo pesimismo histórico de Gibbon6 y sus émulos nos presentaba: una Historia en permanente flacidez culpable. No; nadie es culpable de cuanto nace con vigor renovado. Muy anterior al Gibbon declinante, Gregorio de Nicea nos había explicado la realidad vital —vitalista— del tiempo en marcha: la Historia es una permanente secuencia de nuevos comienzos.
Así parece ser, desde luego. Los pliegues del tiempo siempre esconden un futuro inesperado pero lógico que superará —ridiculizará— a los afanes cimentadores del presente. Por eso es tiempo ya de ventear las cátedras y sus mazmorras. Es tiempo de que el medievalista aprenda a interpretar, y el filólogo aprenda a datar. Sin traiciones ni cortijos. Tiempo de que ambos desconfíen de catecismos, manifiestos y pleitesías.
Tiempo de hacer historiología 7: dejar de buscar tres pies a la Historia y asumir que su naturalidad crítico-vital no entiende de normas a posteriori. Pero claro; la Historiología la hicieron en español tanto Ortega y Gasset como Américo Castro. Los más citados en público y criticados en privado de las cátedras hispanas. Ortega y Américo Castro son los grandes superados. El primero es considerado pensador en las cátedras de filosofía, y el segundo ensayista en las de historia. Inhabilitados así, en cualquier caso, para el rigor científico, definible éste como metalenguaje convencional en concursos y pies de página para defensa corporativa de un gremio.
Por lo demás, en materia de evolucionismo frente a creacionismo —sobre lo que volveremos—, cuanto constituye un tratamiento aplicable a los estudios históricos en general, se muestra especialmente necesario en los estudios árabes e islámicos. Porque si en algún ámbito científico campa aún por sus respetos ese creacionismo antes denunciado, es precisamente en este que nos ocupa. Todo ha salido de la nada: descienden luminosas verdades absolutas, se reinicia el tiempo oriental y mediterráneo por caballerías milagrosas, todo desaparece en el telón final del Renacimiento europeo —que al parecer inhabilita y eclipsa una siempre prescindible Edad Media previa— y todo lo árabe cataléptico vuelve a la vida —caóticamente— en la Ilustración colonial.
Así, por ejemplo, se mantiene inamovible el mito de la conquista árabe de Hispania en el 711, pese a que hace ya tiempo que no se sustenta: en primer lugar por ausencia de fuentes coetáneas. En segundo lugar, por ausencia de fuentes fidedignas, y en tercer y más importante lugar por incongruencias historiológicas con cuanto pasaba en Oriente por las mismas fechas. Por ejemplo: el primer gramático del árabe acababa de nacer por esos años en Persia, y ni el islam se llamaba aún islam ni había coranes por escrito que pudieran distribuirse. Quien quiera que entrase en Hispania en 711, no podía ser ni arabófono ni musulmán.
Bajo este y otros puntos de vista historiológicos, evolucionistas, ¿qué es al-Andalus?: pues el desarrollo de la culta Hispania de Isidoro de Sevilla que no quiso o no pudo sumarse a la fundación de una Europa concreta por parte de Carlomagno. Hispania siguió por su senda mediterránea, en tanto era Europa la que se distanciaba. Al-Andalus es el maquis europeo de las herejías cristianas orientales, a las que se sumará para continuar al Imperio romano de Oriente por otros medios: Dar al—Islam.
Sólo se comprenderá al-Andalus en el contexto de una muy intensa orientalización del Mediterráneo occidental, desde mucho antes del 711 hasta mucho después. Estamos con Hagerty Fox cuando explica al-Andalus en el entorno general de una más amplia orientalización por parte de mil y una comunidades cristianas —la mayor parte provenientes de Siria 8—. Cualquier lector y pensador de la Historia deberá admitir la presencia de sarracenos y magos en la Hispania muy anterior a los setecientos, elemento clave —que veremos— en el despiste crónico de los legajistas. Y crónico en el doble juego de palabras; por no entender las crónicas y por haberse hecho ya endémico.
Admitido el natural continuismo andalusí, por lo mismo el Islam, en la lógica evolucionista y en tanto que civilización genérica y continuista, no trunca el legado de Roma: lo injerta, fertiliza y ensancha con el elemento indio y persa. En este sentido es esencial la aportación de Dimitri Gutas y la escuela italiana afín9: Dar al-Islam es la lógica continuación del legado helénico orientalizado —no olvidemos que en la Roma oriental se hablaba griego—, cuya traducción posibilita e inyecta en Europa a través de al-Andalus.
Por eso; por el sustrato helénico oriental, se llama así a nuestra tierra y tiempo en árabe: alandlus < adlandis < Atlantis. Porque aquí situó Platón a la mítica Atlántida, y el Islam —civilización helénica hasta el 762— vive y bebe de lo platónico. De lo neoplatónico, para ser más exacto, ya que fueron los innumerables pensadores neoplatónicos orientales —muy especialmente alejandrinos— quienes comentaron a su mentor hasta la saciedad forjando la figura mítica de la Atlántida.
Pero la Historia creacionista va por otros derroteros y no comprende la lentísima evolución de dos procesos culturales probablemente paralelos en un tiempo: la islamización —generativa desde la insumisión heterodoxa mediterránea al pretendido centralismo bizantino primero, y romano/carolingio después—, y la arabización, compleja construcción cultural muy posiblemente aprovechando en parte la base semítica previa de remanentes púnicos en el norte de África.
Con todo, la lógica evolutiva no es en modo alguno la constante en los estudios andalusíes. En aquella Historia Oficial juzgada y sentenciada castellanista y cristianista, se extirpa lo andalusí por pretenderse ajeno. O se estudia como quinta columna de un presente torticero. Vaciado así nuestro tiempo árabe, se ocupan de okuparlo mil y un portavoces islamistas de hoy, pretendiendo que el cateto nacionalismo religioso actual y endémico puede repartir porciones de Historia. Pero hay un para más Inri; algo freudiano en nuestra rechazo de al-Andalus: después de negarlo tres veces, los mismos historiadores oficiales extirpadores de tiempo propio árabe se lamentan de una pérdida, la del Califato en 1031, que provocó la descentralización de las Taifas.
Ahí le duele —al obseso de la centralización— la tortícolis de leer el pasado mirando al presente. Pues las Taifas, en contra de los tragicómicos lamentos, son a la historia de Europa lo que el Trecento y Quattrocento italianos: el crítico y fértil experimento de competencia entre ciudades que provocó el esplendor por rivalidad; tirón de tiempo por competitividad. Exactamente igual que las ciudades—estados italianas del Renacimiento. Con el añadido de que las ciudades—estado taifas pre—renacentistas se adelantan dos siglos a las italianas, y engarzan la Historia real de Europa con sus fuentes griegas de Oriente navegando rumbo al Renacimiento. Léase a Jerry Brotton y su Bazar del Renacimiento10 : no se entiende a Europa sin la orientalización coral de Venecia, Sicilia, al-Andalus y el final de Bizancio. Pese a manifiestos muy politizados y ninguneadores de la cosa árabe en la germinación de la civilización europea11 .
Así, el comentador europeo de Aristóteles por excelencia, el cordobés Averroes, será prohibido en la Universidad de París del siglo XIV por libre—pensador. Al—Andalus se expandía; se filtraba sin batallas ni fuegos de artificio reconquistadores. Y llegaba a los confines de Europa merced al Toledo traductor —entre otros, que ya Millás Vallicrosa destacó centros similares como la Seo de Urgel12 — y a los judíos expulsados por los dos fundamentalismos en liza —almorávides primero y nacional—católicos después, que tanto monta—. Pero los derechos de autor de al-Andalus se habían liberado, siendo tal la clave del así posible ninguneo: cuando Daniel Defoe escriba Robinson Crusoe, ¿quién se acordará de su lejana fuente andalusí, el filósofo autodidacta que Abentofáil dejó en una isla?. Los más aventureros se atreverán a remontarse a la leyenda escocesa de Silkark, pero ni un paso más allá. Y así se construye esa Historia Oficial; entre tanto andamio mítico y tanta proyección política presente, no hay tiempo para el recuerdo.
2.- Tramoya13
Muchas veces, la Historia no es más que la secuencia de lugares que nunca más deberíamos querer volver a visitar. Entre tanto paraíso perdido como canta el mesiánico género humano, no estaría de más acercarnos de tanto en tanto —con un suspiro de alivio— a rememorar los infiernos felizmente perdidos para siempre. La por fin evitada miseria acumulada en las cunetas de los mitos; esos mismos inútiles mitos que hoy edulcoran —con su efecto placebo— la amargura de no saber a donde vamos, disfrazada de creer saber de dónde venimos.
Ni falta que hace saber a dónde se va, apostillaríamos: quien se emplea exclusivamente en trazar los caminos no llega nunca a ninguna parte. Así que basta de amarguras y oráculos, que si cuesta empujar hacia el futuro es porque el carro se nos presenta con el sobrepeso de todo un pasado en busca de coherencia. Decía John Bayley en su elegía a la novelista Iris Murdoch —su mujer— que ellos nunca se preguntaron hacia dónde iba su matrimonio. Porque les gustaba dónde estaba. Pues lo mismo ocurre con la Historia cuando se pregunta hacia dónde va: se está queriendo decir que no le gusta el presente.
Y en esas estábamos cuando se empezaron a desempolvar tiempos y personajes pasados de cartón-piedra para suplir la carencia de actores presentes. Apareciendo con toda su panoplia de espejo deformante aquel supuesto tiempo pasado ajeno llamado al-Andalus: que si hatillo de moros herejes extirpados del alma patria, que si paraíso perdido de azahares y alboronías. No; el interés de al-Andalus no estriba es su circunstancia rememorable, sino en su esencia reconocible, por más que desdibujada.
Porque es mucho más componente ineludible de la Europa renacentista a la que alimentó que recámara ideológica de una desubicada esencia religiosa. Y porque el ridículo contemporáneo de la identidad religiosa a través de la Historia nos impide contemplar ese tiempo y cualquier otro como lo que fueron: pasado del que huir. Es decir: los tiempos no deben nunca revivirse, sino recolectarse. Y la cosecha de al-Andalus es el Renacimiento Europeo, no las babuchas ni los comunicados de reconquista.
Al-Andalus —ya veíamos— viene de Atlántida, concepto platónico coherente con el pasado greco-latino del que emerge el islam cultural. Del mismo modo en que Sefarad < Sparad < Sperid proviene de las Hespérides, el Jardín de Poniente. Es al-Andalus, por lo tanto, el primer eslabón occidental entre el pasado clásico y los renacimientos europeos. Como bastión europeo de la cultura árabe que continuó a la greco-latina, al-Andalus forma parte de los clásicos. Mucho menos por las respuestas ofrecidas que por las preguntas planteadas. Y aporta a la Historia la vitalidad crítica de los procesos florecientes. Recordemos al mejor Orson Welles de El tercer hombre al comentar los discutibles logros de la quietud histórica: en trescientos años de estabilidad, Suiza aportó al mundo el reloj de cuco, en tanto la breve Italia de los Borgias, donde la vida valía un capricho en los callejones, estaba pariendo renacimientos.
Del mismo modo, el paisaje critico y vital de Al-Andalus prometió similares renacimientos. Hubo un Leonardo cordobés llamado Abbás Firnás que plantó de autómatas la ribera del Guadalquivir y se estrelló intentando volar con un prototipo de su invención. Hubo un filósofo tempranero que huyó de la corte por meterse en política y sus enemigos lo asesinaron con berenjenas envenenadas, en cruel paradigma de muerte con fuerte sabor mediterráneo. Hubo un mundo a la medida del hombre en que surgió el más completo tratado del amor —El collar de la paloma—, un canto clásico del conocerse a sí mismo —El régimen del solitario—, un experimental tratado del beau savage de Rousseau —el citado Filósofo autodidacta14 —, una intrigante Éboli libertina —princesa Wallada—, y un decadentista árbitro de modas —Ziryab—. Hubo implacables quemas de libros, cazas de brujas, caudillos golpistas —Almanzor—, y monopolizadores de la verdad absoluta vestidos de ulemas, rabinos o arzobispos.
Porque al-Andalus no fue un encuentro de tres culturas; fue una sola Cultura con tres religiones; con sus velas al viento y sus rémoras. Las más hermosas obras del judaísmo clásico fueron redactadas en árabe en al-Andalus. El más ilustrado de los judíos —el andalusí Maimónides— fue anatematizado por las sinagogas francesas dada su amplitud de miras, y el más aristotélico de los clásicos, Averroes, iluminaría las mentes librepensantes de Europa hasta el punto de prohibirse —como veíamos— el averroísmo en París.
Porque al-Andalus se proyectó hacia el norte, más allá de los Pirineos. Y la ausencia de un copyright árabe haría pasar por propias —euro/renacentistas— mil y una ideas que los judíos andalusíes llevaban en sus alforjas cuando la presión de la intransigencia norteafricana los obligó a convertirse nuevamente en errantes. Y hubo una Córdoba que un día se despertó republicana aboliendo senatorialmente un sistema imperial, el califato. No moría Córdoba, sino que se clonaba en mil y una, generando un mosaico de polis renacentistas —semejante, ya vemos, al mapa italiano hasta el quattrocento y más allá— en cuya compleja competencia floreció la literatura cortesana y la propaganda, para mayor gloria de la prosa de escribanos y asesores. Y todo se convirtió en lo siguiente que hubo en la misma tierra, como manda y recoge la Historia no manipulada.
3.- Entre el creacionismo y el reismo
Por todo ello, al-Andalus no es un tiempo pasado, sin más; es un componente15 . Los tiempos pasan —aunque a veces se resistan a hacerlo—, y los componentes se diluyen sin que los grumos —al principio reacios— supongan al final mayor cortapisa a la tónica general que impera en la Historia en marcha: siempre se acaba mirando hacia el futuro, lo importante es siempre cómo afrontamos cuanto viene.
De acuerdo: al-Andalus es un componente. Pero, ¿de qué?. Bien, nosotros pensamos que de Europa; de la Europa que conocemos como matriz de Occidente y que en al-Andalus saltó del Medievo para vivir un primer Renacimiento. Pero siempre hay zonas de la Historia que se muestran —o que mostramos— más escurridizas e incómodas que otras. Así, quien hoy busque a al-Andalus, se encontrará con un algo esparcido, enraizado y tan mudado de color, que toda muestra será siempre metonimia: la parte por el todo. Ya sea vilipendiada, ninguneada o, por el contrario, sobredimensionada y ensalzada. La parte siempre folklórica por un todo tan específico como normal.
Por eso, es esencial delimitar el sentido histórico de al-Andalus; su lectura historiológica más allá de constructos imaginarios, asumidos como científicos. Porque su sentido es difícilmente legible dada la patente opacidad provocada por una secuencia ininterrumpida de explicaciones creacionistas y reistas —míticas reinstauraciones— en torno a la Edad Media. Tales explicaciones no contestadas provocan en parte la endémica incomprensión de cuanto significa al-Andalus. Entre las explicaciones creacionistas destacan algunas por su irremontable y plúmbeo inmovilismo, a saber:
Entre las segundas —explicaciones reistas— destacan a su vez algunas por el parricida e historicida ninguneo de sus propias fuentes culturales:
Por otra parte, hay una serie de narraciones previas diluidas en la memoria colectiva que desembocan en la forja del mito creacionista andalusí, dotando a un contenido literario de valor histórico ante la patente falta de explicaciones coetáneas. Son varias las presencias imprescindibles en el imaginario cronista hispano, andalusí y mediterráneo que marcan la leyenda de los orígenes creacionistas de al-Andalus; precedentes confundidos y descontextualizaciones:
Pero vayamos por partes:
1.— La primera incide en la naturalidad de los conflictos y su vestimenta religiosa a posteriori —mal que les pese a los detractores de las historias teistas, el ropaje religioso es el más utilizado en las retro—explicaciones—: en la Hispania de los quinientos se estaba viviendo un lento y cruento enfrentamiento entre el cristianismo arriano —contrario al dogma de la Trinidad, protoislámico en toda regla— y el trinitario oficial bizantino/romano, el que triunfó mayoritariamente en el seno del cristianismo, forzando a los cristianos desafectos a la herejía y a su constitución en formas religiosas nuevas.
Así, se produjo en el 550 la sublevación de Córdoba y Sevilla: en casa del arriano rey Leovigildo, su primogénito Hermenegildo se convirtió al cristianismo trinitario romano. Su conversión reviste la clásica forma de insurrección apoyada por fuerzas externas. En este caso, el ejército bizantino del emperador Justiniano, que ya había intervenido bajo las órdenes del general Liberio, tiene una repercusión trascendental en el imaginario.
Los visigodos contemplan este avance bizantino como intento de invasión —absurda es la bienvenida implícita debido a compartir religión genérica que las crónicas parecen asumir en operaciones tales como la que nos ocupa o algunas posteriores razzias europeas en el Oriente bizantino tomadas como Cruzadas, pongamos por caso. Así, el ejército oriental de Justiniano avanza desde el Levante hispano, desde el lugar natural de desembarco para quien viene a la Penínsuta desde Oriente: Cartagena. Y es recibido en Córdoba y Sevilla siguiendo un avance —en ruta y procedimiento— similar al que el inconsciente colectivo y los cronistas novelescos confieren a la posterior —e inventada— invasión islámica.
No triunfaron Liberio ni Hermenegildo, pero ahí queda la sombra del enfrentamiento, de la llegada de tropas, de su rápido avance y de una ruta que Joaquín Vallvé propuso sabiamente como probable alternativa —algo menos mítica— frente a la milagrosa invasión del 711: para Vallvé, la supuesta toponimia de las crónicas árabes —muy tardías, insistimos— era perfectamente aplicable desde un punto de partida mucho más coherente con la entrada desde Oriente: Cartagena16 ; la autopista mediterránea que siempre unió a Cartago con Cartago Nova.
2.— Por otra parte, el que llamábamos eco narrativo de la Anábasis de Jenofonte no deja de ser significativo. Por cuanto implica de patente helenización. Insistimos: el Islam es, al menos hasta la fundación de Bagdad —762—, una civilización claramente helenizada, y el implante de memoria colectiva que implica la beduinización de sus fuentes culturales no es más que un protocolo de homenaje posterior a la tierra que vió nacer a su referente profético por excelencia.
Así las cosas, la narración mítica de la supuesta fundación del emirato andalusí por parte de Abderramán I incluye un fundamento de apoyo estratégico esencial: la epopeya de los diez mil sirios que, cercados en las planicies de los alrededores del actual Fez, llevan a cabo una retirada táctica —en griego, anábasis— que les lleva hasta las tierras hispanas bajo las órdenes de Balch. El arabista español medio no gusta por lo general de lecturas comparadas y nunca alcanzó a percibir el homenaje narrativo especular que se hacía de la Anábasis de Jenofonte en las primeras crónicas árabes —especialmente Ajbar Machmúa, las Noticias Reunidas—. Esa epopeya siria es la versión narrativa árabe de la aventura de los Diez Mil griegos y su retirada táctica desde Persia. La narración de Jenofonte, beduinizada.
Podría destacarse también el similar eco narrativo de la Ilíada —invasiones organizadas por el honor perdido de un señor a través de ultrajes femeninos— y de la Eneida —el último troyano injertado como rey en Occidente— respectivamente en los mitos de DonJulián/Rodrigo y el posterior relato de Abderramán I.
3.— En tercer lugar, la asimilación de sarraceno y musulmán —o incluso caldeo— en crónicas diferentes es otra de las claves en la interpretación creacionista de al-Andalus. La denominación sarraceno es griega y muy anterior al islam. Y en concreto el hispano Fuero Juzgo —634— es una de las fuentes ya tardías de referencia. Las asimilaciones traductoras posteriores son realmente nocivas para la comprensión histórica. Es como cuando Juan Damasceno —muerto en 754— hablaba de los ismaelitas, los iconoclastas, y los escritos de la Vaca; los versionadores posteriores —así como las traducciones modernas— ya escriben indefectiblemente musulmanes y Corán, cuando aún no existía la denominación como tal —aquellos escritos de la Vaca, dicho sea de paso, acabarían constituyendo la azora segunda del Corán—.
La fusión por confusión de los términos sarraceno, ismaelita, agareno, caldeo con el muy posterior musulmán está en el origen de mil y un problemas de interpretación y datación del hecho islámico en general y al-Andalus en concreto. El medievalismo hispano más mostrenco se agarra precisamente a crónicas en las que se habla de caldeos —los malos bíblicos por excelencia— para hacer aparecer en escena a unos demasiado tempraneros musulmanes.
4.— En cuarto lugar, aquella también incomprensiblemente temprana asimilación de beréber y hombre azul del desierto incide, por su parte, en lo nocivo de la descontextualización terminológica. Es evidente que beréber remite en árabe al barbarus latino. Por lo mismo, hablar de tropas bárbaras en las albacoras de lo andalusí no remitiría jamás a cuanto hoy entendemos por un beréber —hombre azul del desierto, sintetizábamos—, sino a cuanto no es romano. Muy probablemente, a esas alturas, a cuanto no es bizantino. Volviendo así a aquello que insinuábamos: lo que quiera que pasase en 711 es evidente que no podía provenir de contenciosos árabes o musulmanes —por aquello de que lo árabe y lo islámico aún no estaban acuñados lo suficiente— pero tampoco beréber como hoy lo conocemos.
Menos jaimas y más contextualización de lo beréber/bárbaro; que San Agustín de Hipona se aplicó en la explicación de lo uno y trino expresándolo como shelosh —tres, en púnico—. Algo entendible en la región bizantina hispana por excelencia hasta los ochocientos: el Levante peninsular. Tanto Hispania como el norte de África en los setecientos compartían tipología social, religiosa, e incluso idiomática. De hecho, en esas dos orillas del mar, el sustrato previo púnico —lengua semítica cercanísima al hebreo— será una de las claves explicativas de la milagrosa arabización del Mediterráneo.
5.— Por último, resulta —cuando menos— conmovedora la inveterada fe ciega del arabismo y el medievalismo al uso; fe en la retroalimentación narrativa de obras que deberían ponerse sistemáticamente en cuarentena y que sin embargo son tomadas por —poco menos que— grabaciones de la época. Existen estudios exhaustivísimos sobre el día a día de la conquista mítica, incluidas las más obtusas referencias al culebrón de Taric y Musa: la leyenda de la mesa de Salomón, la promiscuidad de Don Rodrigo, la traición de Don Julián —¿cómo se vende un país? ¿llaves secretas y pasadizos?—, así como el traslado a tierras hispanas de las rivalidades clánicas de —ahí es nada— la península arábiga.
Tal es el caso de la veta historiográfica de Dozy y sus fervorosas secuelas. Así, el libro estrella sobre los linajes andalusíes, obra novelada del gran mistificador Ibn Hazm, es tomada por atlas sociológico. El cordobés Ibn Hazm, uno de los geniales humanistas andalusíes que justifican por sí mismos la definición de al-Andalus como pre-renacimiento europeo, fingió linajes propios orientales y llevó a cabo un completísimo constructo genealógico de mil y un entroncamiento de imposible lectura realista.
4.— Elementos para una polémica
Así las cosas, cuanto hoy se impone como tarea científica ineludible es mucho más el verdadero sentido histórico de la realidad andalusí que cualquier detalle ornamental del enorme edificio historiográfico construido entre aquellos andamios del mito de los que partíamos. Es decir: la obsesión legajista por ajustar al máximo la pretendida claridad expositiva de cada fecha, personaje o batalla no se corresponde con la necesaria adecuación al tema de nuestro tiempo —por expresarlo en terminología orteguiana—. Al-Andalus requiere visiones de conjunto, más allá de inoperantes parcelaciones provenientes de los compartimentos estancos en que han devenido las diferentes especialidades universitarias.
Porque al-Andalus —insistimos— se ha convertido en tema de nuestro tiempo dada su recuperación reivindicativa como alimento de ideologías diversas. También asienta o desfonda —según el caso— determinadas percepciones identitarias entendidas como señas de identidad corporativa. Y es ahí donde surgen los elementos para una polémica, porque la variada percepción de al-Andalus conviene unas veces, o entorpece otras, a determinados proyectos colectivos. Lo interesante del caso es que en cada postura —porque se trata de eso, y nunca de enfoque científico— existe la versión internacional y la española:
1.— El islam político contemporáneo, expresado generalmente en términos de revolución pendiente justificada por supuestas decadencias actuales y fastos pasados, encuentra en al-Andalus el tiempo de ariete oriental en el mundo occidental. Desde esa perspectiva, y contemplado al-Andalus meramente como tiempo islámico próspero, el acercamiento al mismo reviste cuanto el mundo de la moda concibe como revival.
2.— La versión española de lo anterior encaja con la visión salvífica del converso. Así, el neo-musulmán español percibe al-Andalus como el volveremos a ser lo que fuimos propio y necesario. Lo andalusí se convierte en modo de vida, gastronomía, vestuario, etcétera. Se patenta la metonimia de al-Andalus en que todo y parte se funden en uno para acabar morisquizando una insumisión social —o al menos cohesión alternativa— contemporánea.
Este al-Andalus metonímico arrastra la rémora de la reiteración tópica. Lo acompaña un tenue ensayismo de convivencia y tolerancia que se desfonda por la evidencia de la naturalidad andalusí, tiempo tan crítico, cruel, próspero o humanista como muchos otros. Así, la excepcionalidad de lo andalusí lo acaba vistiendo de quimérico y ahistórico. Es el problema de acercarse al pasado con valores del presente; planteamientos como el estudio de los derechos humanos en al-Andalus o la liberación de la mujer son tan anacrónicos como nocivos a la larga por la inexistencia del concepto nombrable.
Ambas posturas (1 y 2) pueden calificarse de plenamente postmodernas en tanto que superación de un modelo de modernidad occidental percibido como alienante. Al ser el aludido tema de nuestro tiempo, encaja a la perfección con la actual fusión de ámbitos sociales de la postmodernidad: formas de comer elevadas al rango de religiones —léase toda la ideología subyacente al mero hecho de no querer comer carne, porgamos por caso— o en el caso contrario coincidente, religiones entendidas como formas de comer, de mostrarse ostensiblemente en público, más acá de diálogos con lo trascendente o percepción personal de lo ético. Religiones de bricolaje, que diría Malika Zeghal17 . Excusa de militancia colectiva, dando al traste com aquello de la religión como primera explicación del mundo que desembocó en un idioma para hablar con cierto deseo de esperanza. En ese orden de cosas, al-Andalus es —como suele decirse— del que lo necesite.
3.— En las antípodas de lo anterior, el occidentocentrismo duro —y nada fuerte— de la llamada droite divine ha hecho de al-Andalus su particular coto de caza en tanto que una forma más de ser musulmán. Entendido el tiempo presente como de guerra al islam —heredera directa de la así transformada y omnipresente guerra al rojo—, al-Andalus implica el fallo técnico del pasado al haber sido islámica una parte de Occidente. La larguísima estela de Bernard Lewis ha generado una amplia literatura de ucronía islámica; su postura previa es que siempre es y ha sido lo mismo el islam, sin importar el tiempo que pase. Con todo, y por seguir citando a Lewis, como suele ocurrir, el genio del maestro se va perdiendo en el camino de los émulos.
La más reciente de las entregas en esta ancestral guerra negacionista al Islam es el ensayo francés de Sylvain Gouguenheim, Aristote au Mont Saint-Michel, en el que se pretende que un sólo monje —a la sazón Juan de Venecia— habría sido el responsable del entroncamiento renacentista de Europa con el pasado greco-latino, al haber traducido a Aristóteles en la abadía francesa 18. La reiterada evocación de al-Andalus en tanto que eslabón inevitable del Renacimiento europeo con las fuentes griegas queda así ninguneada y reducido al-Andalus a esa parte folklórica e izquierdosa de no saber ser europeo.
El ensayo adquiere la importancia de lo muy significativo en dos sentidos: por una parte, la obsesiva alusión del autor a la nómina de autores cristianos y su labor en tierras del islam —en particular, los célebres traductores siríacos del entorno bagdadí—. Para el autor, absolutamente convencido de eso definible como identidades religiosas históricas, lo musulmán —el ser humano— y lo islámico civilizador son indudablemente lo mismo, y por tanto lo no musulmán nunca podría ser islámico. En los aledaños de tan común ideología actual circula la clave de la refutación: aquellos cristianos del primer Islam son la clave del continuismo histórico que de este modo se niega, y por lo que no puede comprenderse jamás el papel de lo andalusí en las fuentes culturales de Europa a través del Renacimiento.
Por otra parte, el aplauso generalizado francés a la aparición del ensayo de Gouguenheim dice mucho de las ganas que se tenía a un ensayismo previo conciliador de historias y presentes; las obras de Libera, Benoît, Micheau, Arkoun —así como las traducciones francesas de Menocal y Vernet 19—, en que se traza la línea sin solución de continuidad desde la Edad Media hasta el Renacimiento a través del Islam.
4.— En España, nuestra versión de droite divine bebe de las mismas fuentes telúricas del continuado y natural enfrentamiento entre religiones —de nuevo, se olvida quién fue hasta ayer mismo el encarnizado enemigo de Occidente: el rojísimo Este destructor de valores y fundamentos—. Es larga y variopinta nuestra nómina de intelectuales atrincherados en el no pasarán frente a un al-Andalus, sinónimo así de al-Qaeda. Se engloba aquí a la sorpresa académica de Serafín Fanjul, un magnífico arabista comprometido y juramentado con la idea de que la insurgencia iraquí, el terrorismo islámico y al-Andalus son parte de un todo amenazante y rechazable. Fanjul nada en la misma corriente que nombres como la premiada en 2008 con el Jovellanos de Ensayo, Rosa María Rodríguez Magda, en cuya obra riza el rizo del ninguneo negando la mayor; la propia existencia de un legado cultural adjetivable como andalusí20.
Pero también se suma a lo anterior el apoyo logístico de gran parte del mundo político, académico e intelectual en general: véase el cruzadismo inexplicable de nombres como Gustavo de Arístegui, Gustavo Bueno, Rodríguez Adrados y un larguísimo etcétera a los que no chirría el rechazo a universos culturales que ya no van nunca a comprender. En particular, los dos últimos consideran compatible el malditismo de lo islámico y la defensa a ultranza de lo greco-latino, como si no fuera todo parte de lo mismo.
Pero en este caso, la versión española reviste un último matiz nada desdeñable: la patente preocupación por la identidad, unidad y cohesión histórica de España. Es decir: patrias como obligaciones del pasado, más que como proyectos de futuro. En este sentido, el inherente pelayismo de nuestro presente interpretador se esgrime como única explicación posible del día a día: España, según esto, se habría forjado desde un embrión salvífico en Covadonga hasta el regalo del destino de Granada —1492— por nuestro esfuerzo reconquistador.
Por lo mismo, al-Andalus no sería elemento constitutivo de España sino huestes por fin vencidas y expulsadas. España se habría forjado frente a al-Andalus, que no a partir de él —léase la larguísima proclama del evangélico César Vidal21 —. Y su vestigio se circunscribiría a ciertos elementos folklóricos de una Andalucía —por lo mismo— indolente.
Este breve repertorio —por fuerza limitadísimo y reduccionista— explica mil y un apriorismos en los acercamientos a al-Andalus, así como explica la sospecha y el recelo que levanta cualquier trabajo o exposición que no provenga de filas propias. La distribución aquí esbozada puede resumirse aún más: el actual convencimiento internacional de que las religiones son los sujetos de la Historia y los elementos de identidad colectiva lleva a contemplar todo lo islámico en bloque —sin distinguir geografías o tiempos—. Por tanto, todo aquel que percibe hoy al islam como enemigo tiende a rechazar todo tiempo islámico pasado.
En la misma línea, todo aquel que hoy percibe el islam como la revolución anti-institucional pendiente, abraza cualquier faceta del pasado islámico como constitutiva de su propia identidad. Lo más interesante de todo esto es que no sólo se enturbia el pasado, sino que se deja de comprender el presente: si hay algo claro en la actual y patente revolución islámica es que es precisamente eso, revolución. El siglo XX árabe fue laico en sus principales manifestaciones —e incluso ateo desde el punto de vista político/militarista mayoritario; englobable en la esfera de influencia soviética—. Por tanto, si el pasado reciente no era islámico, dejemos de buscar en el pasado más lejano aún las claves del presente. Porque la cadena de la tradición ya se rompió.
5.— Las claves de al-Andalus
A la luz de tales cosas, es muy probable que los estudios sobre al-Andalus no necesiten mejoras cuantitativas —bastante hay ya escrito y re-escrito—, sino aportaciones cualitativas. Comparación, baremación, lectura contextual, y no tanta afluencia de estudios parcelados de imponente insustancialidad. Cuando citábamos el pelayismo de nuestro constructo mítico patrio, resulta descorazonador —por ejemplo— el punto de partida de todo el medievalismo hispano: las llamadas Crónicas Asturianas, la célebre Crónica Mozárabe, y las traducciones de las primeras fuentes árabes como el citado Ajbar Machmúa —Noticias reunidas—. En el controvertido tema de la supuesta conquista de al-Andalus, por ejemplo, ¿cómo es posible que se afirmen tan categóricamente tantas cosas basadas en crónicas tan tardías y ante la muy elocuente ausencia de fuentes de la época?
En materias tales, lo que realmente parece mentira es que unos señores tan mayores confundan la épica con la crónica en lugar de admitir, llanamente, la nebulosa de acontecimientos. Sabido es que la finalidad de todas esas crónicas tardías es mucho más política que histórica, y que su funcionalidad se encuentra a posteriori: desde la percepción cristianista y unitaria de la historia de España consagrada en el siglo XV se fue asentando una documentación anterior de fina utilidad. El gozne esencial es el gran —en todos los sentidos— Rodrigo Jiménez de Rada (1170), patentador de un método crítico no utilizado posteriormente con su obra. El Cronicón de Jiménez de Rada 22 fue la base de la Estoria de España de Alfonso X el Sabio y de tantas historias desde entonces.
Las albacoras cronísticas de todo este proceso de construcción mítica es la citada Crónica Mozárabe, presuntamente datada en 754. Sus noventa y cinco capítulos llevan por título Continuatio Hispana —de evidente lectura política— y no contienen cotejo ni cita de fuentes de tal época, siendo destacable su más que sospechosa puesta por escrito a finales del siglo IX . Por su parte, el término de Crónicas Asturianas alude fundamentalmente a tres textos: la Crónica Albeldense (con la Crónica Profética inserta), y la Crónica de Alfonso III en sus dos versiones (la Rotense y Sebastianense). Crónicas curiosamente escritas en la misma época que la supuesta mozárabe —penúltima década del siglo IX, durante el reinado de Alfonso III—, pero que ni siquiera han llegado a nosotros en versiones de tal época sino muy tardías. En cualquier caso, es evidente en todas ellas el ideal neogoticista que presentaba a Oviedo como capital alternativa a Toledo en un evidente entroncamiento o contagio carolingio. Rechazo al sur por parte del norte hispano.
Es decir —y por resumir mucho—: no conocemos lo que ocurrió en la Hispania de los setecientos. Desde luego, sabemos que no se sumó por completo al cambio cualitativo europeo que supuso la época de Carlomagno; sabemos que el norte sí vivió lentamente procesos semejantes, produciéndose un desfase institucional y de cristianismos entre el norte y el resto de la península, y sabemos que cuanto acabará llamándose al-Andalus siguió la misma evolución que el norte de África, como le correspondía en la lógica mediterránea post-romana en la que ambos estaban insertos.
Como veíamos, puede plantearse científicamente que al-Andalus surge progresivamente por la sorpresa ante el contraste carolingio que evidencia la posterior y estrambótica redacción de aquellas crónicas en las que se basa el sorprendente descubrimiento de una Hispania en proceso de islamización y arabización —éste, mucho más lento—. Pero ese contraste es provocado por el tirón europeo: la ruptura con una ya lejana Roma oriental —Constantinopla— y su versión europea centrada en Carlomagno (747) evidencia la primera unión real europea entre lo civil y lo eclesiástico.
Ya desde 742 se empieza a gestar una Cristiandad germánica 24 fiel a Roma y alejada de Bizancio que contrasta con el cristianismo hispano. En 794, un Concilio en Frankfurt repudia la iconoclastia, las prácticas orientalizantes del cristianismo y los contagios adopcionistas —matizaciones a la paternidad de Dios— en contra de fuertes tendencias mediterráneas, de largo arraigo en Hispania. El metropolitano de Toledo —Elipando— y el obispo de Urgel —Félix— defendían estas últimas corrientes, denostadas desde Oviedo con el beneplácito de las nuevas corrientes europeas. Oviedo frente a Toledo generan el contraste; dos Hispanias con evoluciones diferentes sin que ninguna de ellas sea en exclusiva España y el resto mera tierra en espera de conquista. La Historia no es tan simple.
La evidente, heterodoxa y larga orientalización cristiana hispana pasaba factura en la densa nebulosa histórica de la península ibérica (711). Un Toledo en creciente transformación andalusí lo hacía probablemente por el contraste de ese Oviedo desde que Alfonso II tenía puestas sus miras en Aquisgrán, en torno a la cual Carlomagno cerrará un modelo europeo con su entronización como emperador en el 800.
No comprender esas crónicas asturianas —trufadas de futuro— en tal diatriba de Oviedo y Aquisgrán frente a Toledo y Oriente, así como el propagandismo apocalíptico del Beato de Liébana —tomando partido por el norte— es no comprender el evolucionismo histórico y obsesionarse con los mitos históricos de tan difícil contraste. Cuando, en los alrededores de 1430, Pedro del Corral compile la novela histórica —en palabras de Menéndez Pidal— llamada Crónica Sarracina, beberá de todas estas fuentes, fingirá cronistas de la época —a la sazón, Alastras y Caristes— y creará un género de enorme fe y paciencia legajística que llega hasta nuestros días.
Otra cosa —pero semejante, a los efectos cronísticos— ocurre con las primeras fuentes árabes, tanto las reales —Ajbar Machmúa— como las míticas —Tratado de Teodomiro. El manuscrito más antiguo de las citadas Noticias Reunidas es del siglo X y en él destaca ya una defensa del régimen omeya que finge sus gloriosos orígenes conquistadores. La misma trufa de futuro se evidencia en esas crónicas árabes que en las asturianas: un régimen determinado organiza su retro-alimentación cronística en búsqueda de legitimidad histórica.
Por lo que se refiere al supuesto primer tratado andalusí, el documento por el que el señor del Levante —Teodomiro— sella un pacto con los invasores, de nuevo nos encontramos —como era de esperar— con que el texto conocido es el del muy tardío historiador andalusí Ibn Idari —siglo XIII—, suponiéndose tres o cuatro versiones del pacto, la primera de las cuales sería la de Al-Razi (m. 955), siendo el resto tributarias de ésta. Nada de todo esto es coetáneo de los hechos acaecidos en los setecientos, sino que todo queda separado de tales acontecimientos al menos siglo y medio.
La clave de al-Andalus reside por tanto en el estudio coherente de una lenta evolución histórica. Así las cosas, el tema que nos ocupa no se limita a problemas de actualización universitaria. Es decir; no resulta necesaria la lectura historiológica de al-Andalus sólo para reactivar el inmovilismo interpretativo de ciertos sectores. Bien cierto es que una visión nueva no vendría mal, pero no puede esperarse lo mismo para todos los campos universitarios: cuanto pueda buscarse con avidez en especialidades como la medicina o la biología entre tantos otros —aportación e innovación—, es recibido con temor reverencial por campos cuyo contenido no se basa en la idea nueva sino en la acumulación de ideas viejas. En este sentido, la lectura generalista de cuanto realmente implica lo andalusí no es bien recibida porque en materia medievalista sólo se prima lo parcelado, lo tributario de un largo trabajo en cadena, y la sumisión al viejo sentido de la Universidad como el espacio al que te permite asomarte el jefe de Departamento.
Con ser esto una rémora del medievalismo en España, no es menor la escasísima perspectiva cosmopolita y el contraste con cuanto viene haciéndose fuera. Y para muestra, un botón: en la larga lista de aportaciones al estudio de lo andalusí a la que pudimos acceder en dos encuentros internacionales sobre el tema —en Nueva York y Verona 25—, se nos hizo evidente que el debate sobre el sentido de lo andalusí lleva largo tiempo ocupando a numerosos especialistas de muy diversos países, en tanto sólo se leen en España las obras de españoles o —a lo sumo— un par de reverenciados popes franceses; existiendo —qué duda cabe— honrosísimas excepciones —por lo general, todo sea dicho, en el ámbito de la historia del arte— que no logran eliminar la percepción de un cierto espíritu corporativo medievalista. En tan crítica situación de autocomplacencia universitaria —que tilda toda posible lectura generalista de tentativa heurística—, el estudio de lo andalusí ha sobrepasado el cerrado coto de cátedras tributarias hispanas para convertirse en parte de cuanto constituye —ya lo veíamos— el tema de nuestro tiempo.
Porque de la definición de al-Andalus se derivan ya posturas concretas y aportaciones al sentido mismo de tres conceptos: la idea de España, la idea de Europa, y la idea —algo más etérea, qué duda cabe— de Occidente. ¿Se forjan esos tres conceptos —España, Europa y Occidente— con aportación de lo andalusí, lo árabe y lo islámico, o por el contrario mediante su rechazo a tales campos? No insistiremos en los anteriores elementos para un debate, pero sí merece la pena destacar la afirmación con que Jerry Brotton cierra su libro sobre la disolución de la Edad Media: parece oportuno terminar este libro volviendo a lo que fue el verdadero origen del Renacimiento europeo: el mercado o bazar del Mediterráneo oriental26 .
Brotton sigue de cerca una amplísima serie de estudios que hace casi un siglo arrojan nuevas luces sobre las fuentes culturales del Renacimiento y —por ende— de Europa y Occidente. Parte de las teorías sobre los varios y diversos renacimientos en el arte —Panofsky— para preguntarse por la continuidad mediterránea —Burnett y Contadini—, el carácter oriental de verdaderos iconos de lo europeo como Venecia —Howard—, así como diversas aculturaciones inesperadas que hacen de la Edad Media un tiempo menos oscuro y más árabe de lo que nos presentan —Boas, Ferguson, Grafton y Jardine—27 . Es muy probable que siga en vigor la vieja interpretación de Braudel sobre el tráfico de ideas en el Mediterráneo: la mayor parte de las mudanzas culturales se llevan a cabo sin que conozcamos el nombre de los transportistas28; idea que hicimos nuestra en una obra anterior —Rumbo al Renacimiento29 — y por tanto no proceden ulteriores ampliaciones aquí.
Por el contrario, sí requiere muy especial dedicación insinuar interpretaciones sobre el sentido de al-Andalus en Europa que complementen la patente germanofilia de nuestros planteamientos fontanales30. Entre otras cosas, porque seguimos anclados en la interpretación monocromática y cercenada de un mundo tan diverso como el europeo. En este sentido, cabe destacar que si al-Andalus surgió y se desarrolló tras una lenta evolución desde lo anterior mediante progresivos y compatibles injertos orientales, su cierre como tiempo histórico fue tan lento, progresivo y lógicamente evolutivo como su nacimiento. Al-Andalus se filtró en la España y Europa posteriores, propiciando y sumándose a procesos culturales que deberían releerse a tales luces.
Seguimos con la idea de que el Renacimiento europeo no surge de la nada o del mero interés por el mundo clásico —la rémora del reismo que comentábamos—. Si diversas son sus facetas —hay varios renacimientos—, más variadas aún son sus procedencias, y debe comprenderse hoy día el Renacimiento europeo como un tiempo de ilustración continuista de una fertilísima Edad Media que orientaliza a Europa por diversos cauces tales como Sicilia, Venecia, Bizancio y su final —con la emigración de intelectuales de Constantinopla a Italia a partir de 1453— así como al-Andalus, en tanto que atípico rincón europeo de cultura árabe.
En este sentido, es posible —y de gran interés científico— trazar la filtración de al-Andalus en ese Renacimiento a través de movimientos de ideas y personas por lo general tratados poco menos que como caídos del cielo. Tales ámbitos de continuidad y asimilación de lo andalusí son principalmente tres:
Es probable que se esté abriendo un interesante tiempo de lectura historiológica de los procesos. Resulta evidente que siempre se seguirá haciendo historia a la medida —tanto de sexenios como de ideologías—, pero va a ser difícil ya negar la prueba de vida de un tiempo árabe convertido en componente europeo. De ahí, al reconocimiento de lo andalusí en particular y lo islámico en general como una fuente cultural más de Europa, dista bastante. Pero, en nuestra opinión, es algo que irá surgiendo por sí mismo.
La segunda parte de este ensayo se publica aparte bajo el título "La tercera España: el alma morisca".
Notas
Quiero escribir un comentario a este texto: